El palomar de La Greduela.
Un “monumento etnológico” junto al Guadalete.




A los pies del Cerro de los Yesos, donde el Guadalete parece recrearse en su lento discurrir ceñido por las colinas de Salto Al Cielo, hay un hermoso paraje donde, en nuestro imaginario particular, nos gusta situar aquel florido vergel del que hablan las fuentes árabes y del que ha escrito mejor que nadie el arabista M. Ángel Borrego Soto: las alamedas de “al-Ŷāna” (1). Resguardado entre las arboledas del río, en el seno de un cerrado meandro de difícil acceso hasta que hace apenas cuarenta años se construyó un puente para llegar a él, este rincón de la vega es conocido como La Greduela.

En tiempos pasados, estas tierras se llamaron también de La Graderuela, de la Graduela, de la Dehesa de Morales… Desde su puesta en regadío en la segunda mitad del pasado siglo, La Greduela fue sinónimo de naranjales, que con el paso del tiempo han ido desapareciendo cediendo su lugar a otros cultivos. Pero mucho antes, hace casi dos siglos, cuando sólo se podía llegar hasta este rincón de la vega a través de intrincados carriles que cruzaban los cerros de Lomopardo y de Los Yesos…, el nombre de La Greduela evocaba bandadas de palomas sobrevolando las alamedas y sotos ribereños, yendo y viniendo por entre los olivares, los carrascales y los palmares en busca de grano. Y eso fue así porque aquí se levantó uno de los más poblados palomares de Andalucía del que aún se conserva buena parte de su edificio original. De él nos ocuparemos en nuestro “paseo” de hoy en torno a Jerez.

Por las riberas del Guadalete en La Greduela.

Apenas hemos cruzado el remozado puente levantado junto a la venta de Las Carretas, se abre ante nosotros el llano de La Greduela. Al pie de suaves colinas, en el ángulo izquierdo de la escena, se aprecia el caserío del antiguo Cortijo de La Greduela (o Graderuela) y un poco más a la izquierda, nos llama la atención una construcción de planta casi cuadrada, sin tejados, algo separada del cortijo: el palomar.



Desconocemos la fecha en la que fue edificado pero creemos que puede ser coetáneo del cercano Palomar de Zurita, esto es, de mediados del siglo XIX, o tal vez algo anterior en el tiempo a juzgar por el empleo en su construcción de materiales más toscos. Aunque el palomar no aparece mencionado de manera explícita, las casas de La Graderuela ya figuran en el mapa de Francisco Coello (1868) o en el de Ángel Mayo (1877). En el primero de ellos se reflejan incluso las construcciones separadas que representan el cortijo y, tal vez, el edificio del palomar.

A nuestro entender, existen razones para pensar que pudo ser realizado por los mismos alarifes que levantaron el Palomar de Zurita, pues en ambos casos se han utilizado idénticos detalles constructivos y las mismas soluciones técnicas para la edificación de los muros, enlucido de los paramentos, trazado de arcos de paso entre calles, dinteles en las puertas de entrada, disposición de los nidales u hornillas, resaltes ente las bandas, aleros y remates… Incluso las medidas de los distintos elementos son también muy parecidas si bien en el Palomar de Zurita se ha reducido ligeramente la anchura de calles para aprovechar de manera más eficiente la superficie del edificio y albergar el máximo número de nidos posible.

Un monumento etnológico y de la arquitectura popular.

Lo primero que llama la atención en el palomar de La Greduela es la simpleza y armonía de sus formas. La impresión inicial nos puede hacer pensar en una construcción inacabada a la que le falta el tejado.



Sus muros son lisos, sin huecos ni ventanas, más allá de la pequeña puerta de entrada, que cuesta trabajo descubrir en el extremo de la pared orientada al sur. Diríamos hoy que se trata de una obra funcional y sin concesiones a los elementos que pudieran resultar superfluos para otra cosa que no sea su principal misión: la cría de palomas y pichones. Sus atractivos, sin embargo, están en el interior.

El palomar tiene planta rectangular, casi cuadrada, como el de Zurita, aunque de dimensiones algo más grandes que aquel, con lados de 14,50 m y 16,50 y una superficie aproximada de 240 m2. Sus muros exteriores tienen diferentes alturas. El delantero, orientado al sur, donde se encuentra la pequeña puerta de acceso, se eleva hasta los 6 m. El trasero, algo más alto, llega hasta los 7,50 m. Su espesor también varía, desde 1,30 a 1 m. (aprox.) presentando una ligera inclinación desde su base hasta la media altura. A juzgar por las marcas que se aprecian, en el muro trasero debieron existir unas dependencias adosadas. A sus pies encontramos hoy una curiosa piedra de molino, tal vez procedente del que fuera antiguo molino de La Cartuja, cercano al palomar.

Como el de Zurita, el palomar de La Greduela no está techado lo que permite una fácil entrada y salida de las aves. Más difícil lo tenían otros “visitantes” no deseados ya que los muros eran perfectamente lisos y sin resaltes, con un repellado a prueba de animales trepadores. Ratas, comadrejas, hurones, culebras, gatos… nada tenían que hacer en sus intentos por acceder al palomar, al que sólo se podía entrar por una pequeña puerta de 1,70 de altura y 85 cm. de ancha que permanecía siempre cerrada. Situada en el extremo del muro, al cruzarla, se observa una “galería” formada por arcos de ladrillo, de las mismas dimensiones que la puerta “principal” Estos arcos se han abierto en los muros interiores para comunicar las distintas calles en las que se organiza el palomar. Estas 7 calles paralelas, a modo de estrechos pasillos, tienen una longitud de 14,50 m. y una anchura variable, entre 95 y 115 cm., siendo más anchas que las de su vecino, el palomar de Zurita. A ambos lados de las calles se levantan muros de 6 m. de altura y unos 85 cm. de grosor. Estos muros albergan los nidales u hornillas, pequeñas vasijas cerámicas unidas entre sí por argamasa, que podían alojar cada una pareja de palomas, aunque por regla general, en este tipo de explotaciones, un tercio de los nidos permanecían desocupados. Algunas de las calles interiores están ocupadas por higueras de porte espigado, cuyas raíces amenazan seriamente las filas más bajas de nidos del palomar. Al igual que en el de Zurita, en el suelo de las calles no faltan ladrillos desprendidos de los aleros y restos de hornillas, producto del vandalismo de quienes han intentado arrancarlas de las paredes, destruyéndolas para siempre, razón por la cual debiera protegerse el acceso.

Nidales de palomas en vasijas cerámicas.

Sorprende siempre a quienes se asoman al interior del palomar la contemplación de los miles de hornillas cerámicas que se alinean en 24 filas o “pisos” a lo largo de los muros interiores. Para ilustrar al lector de su forma, hemos incluido en este reportaje fotografías de hornillas del Palomar de El Gato, en San José del Valle, cedidas amablemente por sus propietarios y de dimensiones similares a las de La Greduela.

Estos nidales, salidos uno a uno de las manos de adiestrados alfareros, se cuentan entre los más elaborados de los que habitualmente se utilizaban en los palomares de otros puntos del país. Así lo entiende Augusto de Burgos en su delicioso “Diccionario de agricultura práctica y economía rural”, una obra publicada en 1853, en un tiempo cercano a las fechas en las que pudieron ser levantados estos palomares (2).

Expone el autor como la forma de los nidos variaba de unas provincias a otras. En algunos lugares los construían con tablas de madera (las de castaño y roble eran las más apreciadas), materiales menos costosos que los cerámicos, pero que tendían a llenarse de piojuelo, insecto que parasitaba a las palomas. En otras regiones se utilizaban cestillas de mimbre, que era necesario reemplazar cada tres o cuatro años por su progresivo deterioro. Los ladrillos, colocados en forma de triángulo, eran más frecuentes para la construcción de los nidales y una solución más duradera, al igual que las tejas o, en menor medida, los cilindros cerámicos. Este es el procedimiento constructivo adoptado en el Palomar de la Breña, en Barbate, como puede apreciarse en la fotografía que acompañamos. Sin embargo, como ya apunta el mencionado autor, “En otras partes construyen para esto espresamente vasijas de barro en que la paloma vive á su gusto; pero es difícil colocar las escaleras para limpiar el palomar sin romper muchas vasijas…”.

En el caso de nuestros palomares, la solución adoptada para evitar la rotura de las vasijas fue embutirlas en los muros de manera que no presentaran bordes sobresalientes de la superficie del paramento. Además de facilitar la limpieza y el acceso al interior de las hornillas para recoger los pichones, esta forma de disponerlas, sin presentar salientes, impedía también que accedieran a ellas serpientes, ratas, gatos o comadrejas, enemigos más habituales de las palomas.

Recordando los palomares romanos.

De estas hornillas de barro cocido ya nos hablaba, veinte siglos atrás Lucio Junio Moderato, más conocido por Columela, el célebre escritor agronómico romano nacido en Cádiz, quien incluye en su conocida obra Res rustica, (Los trabajos del campo), un apartado dedicado a las palomas y palomares (3). En el Libro VIII, capítulo VIII de esta magna obra escrita a mediados del siglo I de nuestra era, bajo el título “Del modo de engordar las palomas torcaces y de otras castas, y del establecimiento del palomar” nos describe con todo detalle unas prácticas que, aunque están referidas a veinte siglos atrás, encuentran gran parecido a las que leemos en los tratados de agricultura y colombicultura del siglo XIX. Al leer los fragmentos en los que describe el palomar, estamos viendo en ellos nuestros palomares actuales: “Sus paredes… se excavarán con órdenes de hornillas, como hemos prevenido para el gallinero, o si no acomodare de este modo se meterán en la pared unos palos, y sobre ellos se pondrán tablas que recibirán casilleros, en los cuales las aves harán sus nidos, u hornillas de barro con sus vestíbulos por delante para que puedan llegar a los nidos. Todo el palomar y las mismas hornillas de las palomas deben cubrirse con un enlucido blanco, porque es el color con
que se deleita principalmente esta especie de aves…
" (4).

En el palomar de la Greduela, que estuvo también enlucido de blanco por dentro y por fuera, estas hornillas tapizan literalmente la superficie de todos los muros interiores de las siete calles en las que se organiza el palomar, mostrándonos sus bocas circulares que tienen un diámetro cuya longitud es casi uniforme con escasas variaciones comprendidas entre 10 y 12 cm. En su interior, el vientre de las vasijas se ensancha hasta los 20 cm. de diámetro y su profundidad media oscila entre 20 y 23 cm. aproximadamente. En suma, unas dimensiones similares a las de las hornillas del Palomar de Zurita, por lo que creemos que han podido ser fabricadas en la misma alfarería, tal vez en algunas de las que existían al pie de los cerros de los pagos de Anaferas y Torrox o las que en el siglo XIX se ubicaban en las proximidades de la Ermita de Guía.

Los muros se dividen en 6 bandas paralelas, separadas por un resalte de ladrillo. En cada banda se disponen las filas de hornillas. La primera de ellas presenta cinco alturas y tiene su primera fila separada del suelo unos 60 cm. evitando así el acceso de posibles “enemigos” de las palomas. Las cuatro bandas siguientes tienen cuatro filas cada una. Finalmente, el último de estos “pisos” presenta una altura variable, ya que, como se ha dicho, los muros laterales tienen forma de trapecio para salvar el desnivel de 1,5 m. existente entre el muro trasero y el delantero. Así, mientras que en las primeras calles vemos tres nidos de altura, en la última se cuentan hasta 10 filas de nidales.

Más de 22.000 hornillas.



¿Cuántas hornillas tiene el palomar de la Greduela? En un cálculo aproximado comprobamos que cada una de las 7 calles interiores del palomar tiene un mínimo de 23 alturas de nidos. Cada tiene 62 vasijas a ambos lados de la calle y en los lados más estrechos que cierran las calles pueden verse 5 cuencos por fila. A ello hay que sumar las hornillas que contamos en esa última banda, con filas variables… Ya sólo nos queda restar las palomeras que cabrían en los huecos de paso para llegar así a una cifra aproximada de 22.400 nidales, una cantidad muy próxima a la cifra de 23.000 que calculamos para el palomar de Zurita. En todo caso, una cantidad muy respetable que sitúa a nuestros palomares entre los de mayor capacidad de cría del país. Si recordamos que el de La Breña tenía 7.700 hornillas y que algunos estudios de los afamados palomares de Tierra de Campos arrojan medias en torno a las 1000 palomeras, convendremos que, a los valores propios de la arquitectura rural, nuestros palomares añaden los de su gran capacidad de cría y producción de pichones y palomina. No hace falta insistir en ello para reclamar su protección, y solicitar a la Dirección general de Bienes Culturales de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía… o a quien corresponda, su declaración como Lugar de Interés Etnológico… antes de que avance su deterioro o de que acabe por destruirse definitivamente.



Nos vamos de La Greduela imaginando como, ciento cincuenta años atrás, el palomar ofrecía una estampa sin igual, con miles de aves revoloteando a su alrededor, entre los cerros y las alamedas. Entonces era un importante centro productor de carne fresca para los mercados de la ciudad, a la vez que proporcionaba pichones vivos que se transportaban en jaulas a los puertos cercanos, para garantizar el suministro en los viajes y travesías marítimas. De todo ello nos queda el recuerdo en los muros de este “monumento etnológico” que no debemos dejar perder.

Para saber más:
(1) Borrego Soto, M. A. (2008): "Poetas del Jerez islámico", Al-Andalus Magreb, 15: 41-78. De estemismo autor, puede consultarse también: Gala del mundo y adorno de los almimbares. El esplendor literario del Jerez andalusí. Col. EH Al-Andalus, Jerez, 2011.
(2) De Burgos, A.: Diccionario de agricultura práctica y economía rural. Vol. 5, pgs. 74-78.
(3) Souto Silva, M.: La cría de palomas en la historia. En “Los palomares en el sur de Aragón (Teruel)”. DGA, 2002.
(4) Lucio J. Moderato Columela: Los doce Libros de Agricultura. Traducción del latín y notas por Carlos J. Castro. Prólogo Emiliano Aguilera. Iberia, Barcelona, 1959. Tomamos la cita de M. Souto Silva.


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Puedes ver otros artículos relacionados en nuestro blog enlazando con Los palomares en el paisaje de la campiña, El Palomar de Zurita. Un lugar de interés etnológico olvidado. y Patrimonio en el medio rural.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 28/09/2014

Por La Torre de Pedro Díaz.
Paisajes fronterizos en torno a Jerez.




En nuestro paseo de hoy, en torno a Jerez, les proponemos acercarnos hasta un rincón de la campiña próximo a la Sierra de Gibalbín: la Torre de Pedro Díaz. Este paraje rural, donde llama la atención del viajero el caserío del cortijo de La Torre, rodeado de olivares, guarda también algunos curiosos episodios de nuestro pasado medieval que les invitamos a conocer.

Un poco de historia.

La Torre de Pedro Díaz, conocida en otro tiempo como Torre de la Hinojosa, formaba parte de la cadena de fortalezas, torreones y atalayas repartidos por el extenso alfoz de Jerez. Durante los siglos medievales, estos enclaves cumplieron un importante papel en el control del territorio y en el sistema defensivo de la ciudad cuando estas tierras lo fueron de frontera. Ubicada a los pies de la Sierra de Gibalbín, en las proximidades de los caminos medievales que conducían a la campiña sevillana, la Torre de Pedro Díaz estaba a medio camino de la de Santiago de Fé (que se emplazaba en Las Mesas de Santiago, ya desaparecida), y la situada en las cumbres de dicha sierra, que aún se conserva. Conectaba con ellas visualmente, como lo hacía también con la Torre de Melgarejo, la más cercana a la ciudad.

Los paisajes de aquel Jerez medieval de tierras fronterizas, estaban plagados de “torres”, muchas de las cuales, como esta de Pedro Díaz, han mantenido su nombre en la toponimia actual.

Entre otras, además de las citadas, mencionaremos aquí las de Pedro de Sepúlveda (cerca del actual Circuito de Velocidad), la del Almirante (junto al Guadalete), la de la Trapera (La Gredera), la de Roldán (La Canaleja), la de Gonzalo Díaz (Matagorda), la de Martelilla, la de Ruiz Fernández (La Asuara)… Si bien alguna de estas torres cumplió un papel defensivo y por tanto debieron ser sólidas construcciones en altura, la mayoría desempeñaban funciones estrictamente agrícolas formando parte de grandes explotaciones agropecuarias. En el caso de la de Pedro Díaz parece que pudo ejercer ambos cometidos. (1)

El historiador jerezano Bartolomé Gutiérrez cuenta de ella lo siguiente: ”Hazia la parte del Norte de Xerez se ve otra torre llamada de la Hinojosa y oy es conocida con el nombre de torre de Pedro Díaz, cuyo Donadío, era y es perteneciente á la familia de los cavalleros Hinojosas de esta ciudad… (2).



Acerca del primer propietario de la torre, nuestro historiador señala también que en 1293, durante el reinado de Sancho IV, una vez ganada Tarifa, Rodrigo Ponce de León la defendió con una guarnición en la que “…quedó mucha gente Xerezana. Era por este tiempo del Rey D. Sancho (y lo fué en el de su padre D. Alonso el Sábio) confirmador del Reino, D. Diego Martínez de Hinojosa, Rico home de Castilla, que tenia casa en Xerez y repartimiento de tierras y una torre llamada de la Hinojosa, que hoy se llama de Pedro Diaz; murio en esta Ciudad y fue enterrado en la Iglesia de San Juan, llamada de los Caballeros. (3)

En un primer momento, tras el repartimiento de las tierras del alfoz jerezano en el siglo XIII, este Donadío tomo el nombre de Hinojosa en recuerdo de su primer poseedor. Sin embargo, ya en la segunda mitad del siglo XV, la torre será conocida como de Pedro Díaz, tal vez en alusión a Pedro Díaz de Villanueva o de Hinojosa, un descendiente de aquél y un notable jerezano en quien recaerían importantes cargos y honores como la mayordomía de la ciudad o la alcaldía de Tempul (1488), según apunta el profesor Sánchez Saus en sus Linajes medievales de Jerez de la Frontera, obra en la que el lector curioso podrá encontrar más datos acerca de esta ilustre familia (4). Conviene recordar también que distintas fuentes documentales se refieren a este lugar con el nombre de Torre de Diego Díaz, como se la denomina en el recientemente publicado Cronicón de Benito de Cárdenas (5), o como figura también en las ordenanzas jerezanas del siglo XV sobre la milicia concejil y la Frontera de Granada, donde se incluye en la relación de lugares en los que han de situase atalayas para dar aviso a la ciudad de posibles incursiones de las tropas enemigas. (6)



Aunque algunos autores consideran como enclaves diferentes las torres de Diego Díaz y de Pedro Díaz, creemos que se trata del mismo lugar, tal como se deduce del relato de los hechos ocurridos en 1474, con motivo de la toma de la Torre de Lopera (cerca de Villamartín) por Pedro de Vera, quien se la arrebata a los seguidores del Duque de Medina Sidonia. En este episodio, recogido en las distintas obras de la historiografía tradicional jerezana, se narra como las tropas del Marqués de Cádiz, acudieron desde Jerez en auxilio de Pedro de Vera, llegando hasta esta torre que es denominada, según el autor, indistintamente con uno u otro nombre. (7)

Si la torre ya existía en tiempos de la conquista castellana y como tal fue distribuida con sus tierras en el repartimiento rural del alfoz, cabe pensar que su origen fuese musulmán (8). Aunque los restos originales que de ella se conservan son escasos, se aprecian en sus esquinas y en los arranques de los muros los sillares de cantería con los que debió ser reforzada en época cristiana. En su parte más alta se adivina un pequeño murete de tapial, al igual que en distintos puntos de la cerca que rodeaba esta construcción, a modo de pequeña muralla defensiva, por lo que su posible origen islámico es más que probable.

Sea como fuere, tras la conquista cristiana la torre cobrará protagonismo en el control, junto a otros castillos y atalayas, de los territorios fronterizos. De la misma manera será un pequeño enclave rural dedicado a las tareas del campo. Los trabajos del profesor Emilio Martín Gutiérrez sobre la organización del paisaje rural durante la baja edad media documentan ya en este sector, de gran potencialidad agrícola, la existencia de cultivos de cereal, viñas, olivares y huertas. Prácticamente como en la actualidad. (9)

En el primer tercio del siglo XVI el monasterio de San Jerónimo de Bornos, con grandes posesiones de tierra en este sector de la campiña, se hace con las del cortijo de la Torre que figura entre los de mayor extensión de cuantos posee esta comunidad en el término de Jerez, junto al cercano de Mesas de Santiago. En los siglos posteriores la Torre de Pedro Díaz se consolida como explotación agrícola y aunque cambió varias veces de propietarios, mantiene su nombre: “…la superficie del cortijo se amplió con la compra de tierras adyacentes hasta alcanzar unas 1.800 aranzadas. A raíz del proceso desamortizador iniciado en 1820 durante el Trienio Liberal, la finca es comprada por un destacado negociante de la Bahía de Cádiz, don Pedro Zuleta, cuyo linaje, emigrado a Inglaterra por su filiación liberal, recibe en 1847 de la reina Isabel II la merced nobiliaria del condado de Torre Díaz” (10). A mediados del XIX se aglutinaban en torno a La Torre otras edificaciones, constituyéndose así un pequeño núcleo de población a juzgar por lo que se deduce de las cifras que aporta el Nomenclátor Estadístico de 1858, en el que este cortijo se encuentra entre los núcleos agrícolas más populosos del término, con 138 habitantes censados, sólo superado por los de Mesas de Santiago (247), Monte Corto (147) y Tabajete (145), lo que nos da una idea de su importancia. (11) Aún hoy, junto al cortijo, se conserva también otro de menores proporciones, “La Torrecilla”, dando en conjunto el aspecto de una pequeña aldea.

Fértiles campos en torno a La Torre

Centrándonos en las tierras que rodean al cortijo de la Torre de Pedro Díaz, debemos decir que son excelentes para el cultivo, por lo que es fácil adivinar que desde tiempos remotos fueran desmontadas sus dehesas para dedicarlas al cereal, a la vid y al olivo. Por citar sólo una referencia, en sus proximidades se encuentran los pagos de Romanina Alta y Romanina Baja, enclaves con larga historia de ocupación agrícola a sus espaldas. Y no es de extrañar que así sea ya que en estas suaves laderas de la cercana sierra de Gibalbín, aparecen suelos profundos óptimos para la agricultura. Los situados entre el cortijo de La Torre y la sierra, que se desarrollan en el pie de monte, son limos calcáreos de edad cuaternaria, producto de la erosión de los materiales rocosos de las zonas más altas de Gibalbín. El pequeño cerro sobre el que se sitúa el cortijo y sus lagares está constituido por arenas y limos del plioceno, de gran porosidad y fácil disgregación. Por último, la mayor parte de las tierras del entorno del cortijo son margas blancas del mioceno, también conocidas como albarizas. (12)



A la buena calidad de las tierras se añade el hecho de que la zona mantiene una red de drenaje superficial con numerosos arroyos y algunos nacimientos de agua de cierta importancia. A todo ello hay que añadir los grandes pozos que tradicionalmente han existido en estos parajes (uno de ellos puede verse a los pies del cortijo de la Torre, en las proximidades del vecino cortijo de La Torrecilla y otro ya en las cercanías de la Cañada de Romanina). En la pasada década se autorizaron sondeos para la extracción de aguas subterráneas para los nuevos regadíos, con pozos que llegan a alcanzar profundidades de 50 m. De la misma manera se han construido varias pantanetas, como la que recoge las aguas de los arroyos del Cotero y Los Naciementillos, próxima a La Torre, que distinguimos casi oculta por la arboleda que lo rodea. Este pequeño embalse aprovecha de las escorrentías superficiales y las que proceden de varios manantiales (Los Nacimientillos), ya conocidos desde antiguo. Junto a otros de la Sierra de Gibalbín, los manantiales próximos al cortijo de la Torre y Romanina fueron ya visitados por el ingeniero Ángel Mayo en 1861, cuando redactaba el proyecto para la traída de aguas a Jerez. En el cercano arroyo de La Molineta, que bajando de las faldas de Gibalbín atraviesa la carretera de El Cuervo (en el punto en el que esta se cruza perpendicularmente con la cañada de Romanina) existen también otras pequeñas pantanetas. Ya en el siglo XVI, según consta en las Actas Capitulares (1550), se pretendía traer hasta Jerez, a través de un acueducto, las aguas del manantial de la Molineta, cuyo caudal diario se estimó en 88 reales fontaneros: unos 286.000 litros/día. (13)

El cortijo en la actualidad



Dominando un dilatado paraje, el cortijo de La Torre de Pedro Díaz se encuentra situado al suroeste de la sierra de Gibalbín, próximo a la carretera que une El Cuervo con Gibalbin, desde la que parte un camino perfectamente señalizado que nos lleva hasta el caserío, visible desde la lejanía. Ya desde los tiempos medievales este lugar se encontraba bien comunicado y por sus cercanías discurren las cañadas de Espera y de Romanina (o de las Mesas), así como la de Casinas o de Gibalbín, que sirve de unión a las anteriores. Las tierras que rodean al cortijo (Romanina Baja, Las Salinillas, El Palomar, El Cotero…) las cruzan los arroyos del Cotero (que se embalsa en una pantaneta con cuyas aguas se riegan olivares), de los Nacimientillos, del Cuadrejón, de las Salinillas… Todos ellos bajan de las laderas de la sierra de Gibalbín buscando el arroyo del Gato que confluye después con el Salado, camino de los Llanos de Caulina.

El caserío del cortijo está formado por varios núcleos de construcciones. El más antiguo, el que alberga la antigua torre, está edificado sobre un pequeño resalte del terreno para potenciar así su originario carácter defensivo. En su parte trasera se aprecian los restos de un muro que, a modo de cerca, debió rodear antaño todo el conjunto, adivinándose el tapial en algunos puntos. A las diferentes dependencias de esta parte del cortijo se accede a través de una gran explanada desde la que se contempla la fachada y los distintos elementos que lo integran, organizados en torno a dos patios. El edificio más sobresaliente, en el que se distinguen los restos de la torre medieval, corresponde a un antiguo granero de dos plantas con un aspecto que nos recuerda a la nave de una pequeña iglesia rural. Junto a él se encuentran otras antiguas dependencias que albergaron viviendas, graneros y almacenes.

Otro conjunto de construcciones, dispuestos en forma de “u”, acogen las viviendas de los trabajadores, junto a las que se levantan pequeñas naves para aperos y maquinaria agrícola, así como silos de cereal.

En lo más alto de un cerro cercano se ven dos grandes naves, construidas hace unas décadas para bodegas y lagares, cuando en las tierras de albariza de la Torre se plantó un gran viñedo. Desde hace unos años, la viña se arrancó y se sembraron olivos, por lo que en la actualidad estas naves acogen una almazara. Los carteles lo anuncian desde la carretera: “La Torre de Pedro Díaz. Aceite Virgen Extra”. En el cortijo, estos mismos carteles se ven por todos los rincones y la señalización nos conduce hasta la puerta misma de la almazara. En el campo, los viñedos dejaron paso a los olivares que se riegan con goteo y que anuncian la fuerte apuesta que en estos parajes se ha hecho por la modernización y por los nuevos cultivos. Innovación e historia unidos de la mano en las tierras de La Torre de Pedro Díaz, a los pies de la sierra de Gibalbín, desde donde, a la caída de la tarde, se adivinan lejanas las luces de Jerez, en el horizonte. Aquella ciudad a la que siglos atrás, avisaban las ahumadas desde la Torre cuando sus enemigos se acercaban por los olivares.










Para saber más:
(1) Para conocer más a fondo el paisaje rural jerezano durante los siglos medievales recomendamos la lectura de Martín Gutiérrez, E.: La organización del Paisaje Rural durante la Baja Edad Media. El ejemplo de Jerez de la Frontera. Universidad de Sevilla-Universidad de Cádiz. 2004. En este trabajo puede encontrarse amplia información sobre las numerosas “torres” distribuidas por la campiña jerezana.
(2) Gutiérrez, B.: Historia del estado presente y antiguo de la mui noble y mui leal ciudad de Xerez de la Frontera, Jerez, 1989, vol. I, 31-32.
(3) Gutiérrez, B.: Historia… vol. II, 159.
(4) Sánchez Saus, R.: Linajes medievales de Jerez de la Frontera, Sevilla, 1996. Vol. 1 pg. 102-105.
(5) Abellán Pérez, J.: Cronicón de Benito Cárdenas, Peripecia Libros, Jerez, 2014, p.32.
(6) Sánchez Saus, R. y Martín Gutiérrez, E.: “Ordenanzas jerezanas del siglo XV sobre la milicia concejil y la Frontera de Granada”. Historia. Instituciones. Documentos, 28 (2001). 337-390, p. 383.
(7) Así, por ejemplo, Bartolomé Gutiérrez se refiere a ella al relatar este episodio que tuvo lugar en 1474, como Torre de Pedro Díaz (Gutiérrez, B.: Historia… vol. II, 110), al igual que Fray Esteban Rallón (Rallón E.: Historia de la ciudad de Xerez de la Frontera y de los reyes que la dominaron desde su primera fundación, Edición de Ángel Marín y Emilio Martín, Cádiz, 1997, vol. II, pg. 404). Como Torre de Diego Díaz figura en el Cronicón de Benito Cárdenas, donde se describen estos mismos hechos (ver nota 4).
(8) Aguilar Moya, L.: Jerez Islámico, en “Historia de Jerez de la Frontera. De los orígenes a la época medieval”. Tomo 1. Diputación de Cádiz. 1999, p. 244.
(9) Martín Gutiérrez, E.: La organización del Paisaje Rural durante la Baja Edad Media. El ejemplo de Jerez de la Frontera. Universidad de Sevilla-Universidad de Cádiz. 2004, pg. 162.
(10) VV.AA.: Cortijos, haciendas y lagares. Arquitectura de las grandes explotaciones agrarias en Andalucía. Provincia de Cádiz. Junta de Andalucía. Consejería de Obras Públicas y transportes. 2002 Pg. 203-204.
(11) Nomenclátor de los pueblos de España. Madrid, Imprenta Nacional, 1858. Págs. 190-192-
(12) Mapa Geológico de España. Hoja 1.048. Jerez de la Frontera. IGME. 1988.
(13) Barragán Muñoz, M. Coord.: Aguas de Jerez. Evolución del abastecimiento urbano. Ed. Ajemsa, Jerez de la Frontera, 1993, p. 111.


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Otros enlaces que pueden interesarte: Cortijos, viñas y haciendas, Paisajes con historia y Mapas en torno a Jerez

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 21/09/2014

Devotos musulmanes y defensores del Islam.
Morabitos y rábitas en la campiña jerezana.




En este año en el que (no sin cierta controversia) la ciudad conmemora el 750 aniversario de la incorporación de nuestro territorio de la corona de Castilla, se multiplican las referencias a aquel Jerez medieval que fue tierra de frontera y en el que -como no podía ser de otra manera- los más de cinco siglos de presencia árabe dejaron numerosos testimonios.

Algunas de estas huellas de aquel periodo andalusí pueden ser reconocidas aún en ciertos topónimos que, con las inevitables modificaciones del paso del tiempo, han perdurado hasta nuestros días. Entre ellos, vamos a ocuparnos hoy de unos nombres singulares que llaman la atención por su sonoridad. Este es el caso de los de Rabatún, Morabita y Roalabota. Los dos primeros guardan una clara relación con “rábida” y con “morabito” mientras que el tercero, de origen más controvertido, tal vez pudiera estar relacionado con ambos.

Por el pago de Rabatún.

El curioso topónimo de Rabatún (o Raboatún, como aparece también en distintas fuentes escritas y cartográficas) da nombre a un antiguo pago de viñas al norte de la ciudad de Jerez, en la zona comprendida entre Montealto y las carreteras de Trebujena y Morabita.

Diferentes autores vinculan este vocablo con el de “rábida”, que deriva de la voz del árabe hispánico rābita, y ésta a su vez del árabe clásico ribāt: “lugar de estación de los musulmanes que se dedican a la piedad y la guerra santa” (1). En la actualidad, el significado de las rábidas (o rábitas) y los ribat musulmanes es objeto de diferentes interpretaciones y suele aceptarse que se trata de puestos o fortalezas de carácter militar y religioso, edificadas por lo general en zonas fronterizas con la finalidad de control o protección de un territorio. El arabista Mikel Epalza apunta las diferencias entre ambos conceptos señalando que ”ribat es la institución o precepto islámico, complemento y sustituto del yihad (guerra santa), de espiritualidad militarista, de retiro espiritual en zona de “frontera”, identificándose también con fortalezas militares para defensa costera o de espacios fronterizos. La rábita, sin embargo, suele referirse al edificio aislado donde se reúnen los musulmanes, alrededor de un dirigente piadoso, para prácticas piadosas o devotas". (2)



En nuestro país existen numerosos topónimos que hacen referencia a aquellas rábidas y ribat andalusíes repartidos por todo el territorio y, en especial por la costa y las cambiantes líneas de frontera. El más célebre de todos quizás sea el de La Rábida, en Huelva, pero junto a él existen otros muchos como los de La Rápita y Rebato (Barcelona), Rápita (Lérida), San Carlos de la Rápita (Tarragona), La Masía de la Rábita (Teruel), Ravate y Casa de la Rápita (Valencia), Morra de Roabit (Alicante), Rábita (Jaén) La Rábita (en Granada y en Alcalá la Real y Alcaudete, Jaen), Rábita (en Albuñol, Granada y en Antequera y Vélez-Málaga, Málaga)… (3).

En las cercanías de Jerez se encontraba una de las más célebres rábidas de al-Andalus que, sin embargo, no ha dejado huella en la toponimia: la de Rota. Autores clásicos como al-Marrakussi y al-Idrisi, sitúan en las cercanías de esta ciudad vecina una renombrada rábita de la que se decía que tenía una mezquita a la que acudían numerosos peregrinos. Al-Himyari escribe también que era un lugar muy concurrido en el que se reunía la gente para llevar una vida ascética (3). El insigne geógrafo Al-Zuhri (s. XII) recoge la tradición sobre la grandiosa rábita de Rota de la que se cuenta que "a quien se hace morabito en ella y practica el ayuno le son perdonadas sus faltas durante setenta años" (4).

¿Y nuestro Rabatún? ¿Esconderá en alguno de sus rincones los restos de una antiguo ribat o de una rábida como apunta ese curioso topónimo? En estos parajes de Rabatún, con motivo de la edificación de una promoción de viviendas unifamiliares, se realizaron hace unos años excavaciones arqueológicas (yacimiento de Los Villares) que sacaron a la luz restos tartésicos y romanos. Esther López Rosendo, la arqueóloga directora de los trabajos, señala que el topónimo de Rabatún “…deriva del árabe ribat-al-Yun y hace referencia a la existencia en las cercanías de un puesto de vigilancia y defensa medieval, asociado a un camino de acceso a la ciudad islámica de Xeret” (5). A juzgar por la zona, tal vez en las proximidades del camino procedente del enclave de Mesas de Asta. Aunque en la geografía nacional no existen otros lugares con el mismo nombre, no queremos dejar de mencionar aquí que ya en el s. XVIII, el erudito José Teixidor, en sus Antigüedades de Valencia, apunta que el adjetivo "rabatí" y su plural "rabatínes" aparecé ya en el Repartimiento de Valencia con el significado de "el que habita en la rábita" , indicando que "es pronunciado a lo vulgar rabatín y rabatún" (6).

Por la carretera de Morabita.

Morabita es el topónimo con el que se conoce todavía una carretera que sigue, en buena parte, el antiguo camino de Lebrija y que se aplica también con carácter general a los parajes comprendidos en este rincón de la campiña. Con el nombre de Marismas de Morabita eran conocidas el siglo pasado las grandes extensiones inundables que hoy día constituyen las marismas de Casablanca.

El topónimo está estrechamente vinculado con la voz morabito, procedente del árabe clásico “murābit”: miembro de una rábida. Los morabitos (“los que practican el ribat”) eran los musulmanes anacoretas que profesaban cierto estado religioso, parecido en su forma exterior al de los ermitaños cristianos. J. Teixidor escribe que “morabit significa el que milita en la frontera, soldado fronterizo, morabito, ermitaño musulmán” (6). Distintos autores inciden en la combinación del carácter espiritual y ascético con el mitilitarista, para apuntar que estos morabitos que residen en los



ribat-fortalezas guardan muchas semejanzas del papel que desempeñarán en los territorios cristianos, al otro lado de la frontera, las órdenes militares.

Ya en el siglo XVIII J. Teixidor, refiriéndose a los ribat y a los morabitos lo expresa así: “Allí se juntaban fanáticos moros, decididos defensores del Islam, los cuales, á semejanza de nuestros caballeros de las órdenes militares, rezaban y peleaban” (7). Como se ha indicado, el nombre de “morabito” o “morabita” se refería también a la especie de ermita o pequeño convento habitado por estas personas piadosas que, por lo general se situaban en despoblados. En otras ocasiones, esta denominación era aplicable a las tumbas en las que estaban enterrados estos “santones” que solían ser objeto de veneración.

Laureano Aguilar, en su estudio sobre el Jerez Islámico, se refiere también a estos topónimos apuntando que “…en el norte de la ciudad, existen dos topónimos, carretera de Morabita y pago de Rabatún (procede de la palabra árabe murabitum) que hacen referencia a la existencia de un ribat o morabito, precisamente sobre el posible trazado de la antigua vía romana".



Estos morabitos, en palabras de Torres Balbás, “… eran conventos fortificados que jalonaban costas y fronteras y habitaban musulmanes devotos dedicados a expediciones militares y a prácticas ascéticas; servían al mismo tempo de puestos de vigilancia” (8).

Un controvertido topónimo: Roalabota



Más impreciso resulta el origen de Roalabota, topónimo que da nombre a un cortijo y un paraje situado unos 10 km al sur de la ciudad de Jerez. Al menos desde el siglo XVI hay constancia documental de este cortijo y de la dehesa del mismo nombre, ubicado en las proximidades de Frías, Bolaños y Las Quinientas, situado junto al antiguo camino que unía Jerez con Vejer.

De este topónimo existen en las fuentes documentales y cartográficas diferentes versiones (Ruedalabota, Rodalabota, Rueda la Bota,….), siendo la que aquí estudiamos la más repetida. En su conocido libro sobre Calles y Plazas de Xerez de la Frontera, Agustín Muñoz y Gómez, en alusión a una calle de la ciudad con esta misma denominación afirma que “…con este nombre, y los de Rodalabota y Ruedalabota, aparece en los distintos papeles vistos. Con el segundo figura en el Capitular de 1639, al folio 535. Su origen no puede ser otro que haber existido allí los almacenes y graneros para encerrar la recolección del cortijo de Roalabota, o Rueda la Bota, como dice el acta de 3 de Enero de 1661, el cual era propio de los frailes jerónimos de Bornos… El nombre de Roalabota parece corrupción de palabra árabe, no significando filológicamente nada, las variaciones apuntadas arriba” (9).Pese a todo, resulta arriesgado sostener su origen árabe y su posible relación con los términos anteriormente citados, y aún más aventurar la existencia en este paraje de un “rábida” o un “ribat” por más que está también “cargado de historia”.

Sin embargo, no deja de resultar curioso que en otros lugares de nuestro país existen topónimos siimilares. Así, como curiosidad, recordaremos que un partido rural del término municipal de Málaga, lleva también el nombre de Roalabota, y que una localidad alicantina se denomina Morra de Roabit, asociándose en este último caso a la existencia de un ribat. No queremos dejar de mencionar el testimonio de autoridad del arabista Mikel de Epalza, quien alude a los “roabitos”, (como plural de “rábita”) (10), voz de mayor cercanía fonética a “roabota” y a nuestro curioso y extraño “Roalabota”.



Otros llamativo topónimos de nuestro entorno que reclaman también la atención y que pudieran tal vez estar relacionados con posibles rábidas y ribat son el de Cerro de la Mezquita, situado ente los cortijos jerezanos de Fuente Rey y Campanero, los de Haza y Arroyo de las Mezquitillas, en la Sierra de Gibalbín o, ya algo más lejos, en Arcos, el Cerro de Rábita (311 m.) que se alza en las proximidades del Cortijo de Faín, cerca de la Sierra de Aznar.


Para saber más:
(1) Diccionario de la R.A.E. voz “rábida”
(2) Epalza Ferrer, M.: La espiritualidad medievalista del islam medieval. El ribat, los ribates, las rabitas y los almonastires de Al-Andalus. Medievalismo: Boletín de la Sociedad Española de Estudios Medievales, Nº 3, 1993, pags. 5-18. Las citas entrecomilladas han sido tomadas de las pgs. 14-16.
(3) Martínez Salvador, C.: Sobre la entidad de la rábita andalusí omeya. Una cuestión de terminología: ribat, rábita y zawiya, en “El ribat califal: excavaciones y estudios (1984-1992)”, Rafael Azuar Ruiz (Coord.), Casa de Velazquez-Museo Arqueológico de Alicante, 2004. pgs. 175-176..
(4) Azuar Ruiz, R.: De ribat a rábita en “El ribat califal: excavaciones y estudios (1984-1992)”, Rafael Azuar Ruiz (Coord.), Casa de Velazquez-Museo Arqueológico de Alicante, 2004. pgs. 226-227..
(5) López Rosendo, E.: El Yacimiento arqueológico de los Villares/Montealto y los orígenes tartésicos y romanos de la población de Jerez. Historia de Jerez, nº 13. 2007, p. 11.
(6) Teixidor y Trilles, J.: Antigüedades de Valencia, Imprenta de Francisco Vives Mora, Valencia, 1895, T. I, p. 417.
(7) Así lo indican, entro otros, Teixidor J. (obra citada, pg. 415), u Oliver Asin, J. y Louríe, E. como puede leerse en Franco Sánchez, F. Rabita-s, ribat-es y al-munastïr-es. Bibliografía comentada con una introducción historiogràfica, en “La rábita en el Islam. Estudios interdisciplinares”. Universitat d’Alacant-Ajuntament de Sant Carles de la Rápita, 2004. P, 353.
(8) Aguilar Moya, L.: Jerez Islámico, en “Historia de Jerez de la Frontera. De los orígenes a la época medieval”. Tomo 1. Diputación de Cádiz. 1999, p. 245.
(9) Muñoz y Gómez, A.: Calles y Plazas de Xerez de la Frontera. Edic. Facsímil 1903, BUC. P. 197: Roalabota
(10) Epalza Ferrer, M., obra citada p. 17

Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 14/09/2014

 
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