Las aguas del olvido.
Un paseo con Antonio Muñoz Molina por el Guadalete y sus mitos.



Nadie cruzaba el río, aunque estaba muy cerca la otra orilla, tal vez porque la mirada no podía encontrar en ella nada que no hubiera a este lado, y porque quien cruza un río parece que deba exigir alguna compensación simbólica, que en este caso quedaba descartada por la cercanía y la similitud. Todo era igual a ambos lados, las mismas dunas y yerbazales tendidos por el viento del mar, el mismo brillo salino en las crestas de arena. El perro, Saúl, cruzó el río por la mañana, persiguiendo algo que Márquez había arrojado a la otra orilla con un rápido ademán en el que entonces no advertí premeditación, sino una de esas decisiones baldías que dicta el tedio. Saúl nadó ávida y ruidosamente, alzando el hocico sobre el agua revuelta, y cuando emergió al otro lado pareció que se hubiera extraviado. Sacudiéndose la pelambre empapada deambuló por la orilla y estuvo ladrando un rato con quejidos de lobo, sin atender al silbido ni a las voces de Márquez. A media tarde me di cuenta de que aún no había regresado.

Esta mañana, mientras tomábamos el aperitivo en la penumbra de la biblioteca, Márquez me dijo el nombre del río, Guadalete, y apeló a un par de diccionarios geográficos para explicarme su etimología. Siento no haberlo escuchado entonces; supongo que si lo hubiera hecho no habría sabido evitar nada. Márquez abrió uno de sus diccionarios y buscó la palabra, deteniendo en ella su dedo índice, pero yo casi no le hice caso; atento a mi martini, a la ventana que da a la pista de tenis, a las dunas de este lado, al río. “Palabra compuesta de una doble raíz griega y árabe”, dijo Márquez, leyendo


Con este misterioso comienzo arranca el relato “Las aguas del olvido”, del escritor Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), una de las piezas más sugerentes que integran Nada del otro mundo (1993) obra de recopilación de distintos textos de narrativa breve de este autor, uno de los mejores novelistas de nuestros tiempos (1).

Publicado por primera vez el 5 de agosto de 1987 en la edición impresa del diario El País, en la sección de Lecturas de Verano, guardábamos en nuestros archivos este relato puesto que en el cobra un especial protagonismo nuestro río, el Guadalete, y los mitos que en torno a él y al origen de su nombre se han tejido a lo largo de los siglos.

Guadalete: el río del olvido. Los ecos de un mito.



En uno de los pasajes del relato, Muñoz Molina, en boca de uno de sus personajes recuerda que etimológicamente Guadalete significa “el río del olvido”, dejándose así arrastrar por la plácida corriente de los mitos.

Y es que el nombre de nuestro río no cuenta todavía con explicaciones convincentes y fuentes documentales que confirmen su origen cierto, por lo que resulta mucho más sugerente adentrarse en ese paisaje difuso que la mitología y las leyendas se han encargado de dibujar a lo largo de los siglos y que ha estado presente en la historiografía clásica. Así, nuestros eruditos empiezan y no terminan en lo que a la atribución de nombres fabulosos a nuestro río se refiere: Eumenio, Tanagra, Belo o Belión (por la celeridad o velocidad con que corre, como decía Gamaza). Avieno lo identifica con el Chryso o Chrysauro por ser tierra rica en metales, que tomara su nombre de Gera Chrysaor, padre de Gerión, como recuerdan también Bartolomé Gutiérrez y Francisco Mesa Xinete. (2). Sin embargo, el nombre que cuenta con más adeptos es el de Lete (o el de sus formas Lethe, Leteo o Letheo), que encierra tras de sí no pocas leyendas de las que no dudaron en apropiarse los historiadores locales.

Como bien recuerda Parada y Barreto, el nombre del nuestro río fue el “culpable” de esta inevitable tendencia a situar en nuestra tierra numerosos escenarios de la mitología clásica ya



que “todo lo que se cuenta en los antiguos escritores sobre la ciudad y los campos de Tartesia, se ha aplicado á Jerez como se le ha aplicado también todos los cuentos mitológicos de la Bética, y cuanto la antigüedad nos ha transmitido de esta rica y fértil comarca: no habiendo contribuido poco a estas suposiciones el nombre del Guadalete que ha servido para suponerlo el famoso Lethe mitológico ó río del olvido" (3).

Conviene recordar que, en la mitología griega, el Lete, río del olvido, es uno los que fluye por el Hades, el inframundo donde también se encuentra el Tártaro, nuestro Infierno. El Lete o Leteo recorre los Campos Elíseos y en sus plácidas orillas vagan las almas de los muertos que, bebiendo de sus tranquilas aguas, se olvidan de todo lo que fueron en su vida terrestre. Beber las aguas del Leteo hace olvidar el pasado.



Desde antiguo, numerosos autores aluden a la vinculación de nuestro Guadalete con el mítico río Leteo. Suarez de Salazar (1610), refiriéndose a él, señala que “a este río llamaron Lethe, que es lo mismo que olvido, o muerte” (4), y Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana (1611) escribe que Guadaletevale tanto como el río del olvido” (5).

El jesuita Martín de Roa (1617), en una deliciosa descripción geográfica del Guadalete, se deja llevar de la mano del nombre del río relacionando nuestra comarca con los escenarios de los mitos griegos. Así, refiriéndose al territorio que recorre escribe que: “Toda la tierra que baña es por estremo fertil, apazible, templada en el ibierno, i no rigurosa en el estio. De aquí fue la invención de los Campos Elisios, donde fingieron los Poetas, que olvidadas las almas de las miserias de la vida pasada, gozavan de otra feliz, y bienaventurada: siendo asi… que ninguna otra cosa querían significar con esto, sino que eran dichosos i bienaventurados aquellos, a quien cupo en suerte la abitacion desta tierra: cuya lindeza, frescura i conmodidades, tales, i tantas eran, que gustandolas los Griegos inventores destas



fabulas, avian olvidado su patria, i avezindadose en esta. De aquí tomó primero el nombre de Lethe, o de olvido, que es lo mismo. Confirmole después, según escriven algunos de nuestros Autores, con las pazes que allí juraron los Cartagineses, i andaluzes de la costa, anegando en sus aguas la memoria de las injurias pasadas
” (6).

En este breve relato, apunta ya Martín de Roa las distintas variantes a las que se atribuye el nombre de “río del olvido”. La primera es su mítica vinculación con el Leteo que atraviesa los Campos Elíseos que hace olvidar el pasado a quien bebe sus aguas. La segunda interpretación apunta a como las bondades del territorio que baña, retienen a sus visitantes haciéndoles olvidarse de sus familias y de su tierras. La tercera, las treguas y acuerdos de paz que en sus orillas establecieron los cartagineses y los antiguos pobladores de la región, lo que supuso el “olvido” de las guerras y contiendas mantenidas por el dominio del territorio. Estas versiones se repetirán, con diferentes variantes y añadidos, en todos los autores que desde el siglo XVI se refirieron al “río del olvido”.

Uno de los muchos testimonios que abundan en estas versiones es el que aporta, casi por las mismas fechas, el escritor y mitógrafo franciscano Baltasar de Vitoria en su Teatro de los dioses de la gentilidad (1620). Refiriéndose a Caronte escribe que “El río en que este fiero Barquero trae su Barca se llama Leteo: es nombre Griego, y en Latín corresponde a oblivio, que quiere decir olvido”. Tras señalar las distintas localizaciones apuntadas por autores clásicos se inclina por que “la más cierta opinión de todas, es que el río de Guadalete, que entra en la baya del Puerto de Santa María, y Cádiz, es el Leteo; y esto se confirma con la etymología del vocablo, que antiguamente no se llamaba sino Lete, que quiere decir olvido, a la qual palabra, los Árabes Moros que ocuparon España, le añadieron esta palabra, Guada, que quiere dezir río; y así Guadalete quiere dezir Rio Leteo…. El mencionado autor apunta también otra fuente de autoridad, haciendo alusión del relato del historiador romano Lucio Aneo Floro: “Y confirma bien esta opinión lo que dize Lucio Floro que los soldados de Decio Bruto rehusaron pasar el Río Guadalete, temiendo olvidarse de su patria Roma, de sus hijos y mugeres; y llámale este autor refiriendo esto Flumen oblivionis” (7).

En las orillas del Leteo.



Junto a los testimonios de muchos autores que identifican por la similitud fonética nuestro Guadalete con aquel mítico Lete o Leteo, no faltan tampoco quienes reservan este nombre para el Limia, río gallego a cuyas aguas se atribuyen también las mismas propiedades de hacer olvidar el pasado a quien las cruza y bebe y en cuyas orillas sitúan también el episodio descrito por Lucio Floro. Éste, por su fuerte carácter simbólico, ha sido uno de los más repetidos por los historiadores. En él se alude a un hecho protagonizado por el general romano Décimo Junio Bruto (siglo II a.C.) quien en sus acciones militares contra los rebeldes indígenas, llegó hasta las orillas del legendario Leteo (nuestro Guadalete para unos o el Limia para otros). Los soldados se negaron entonces a cruzar sus aguas por temor a olvidarse de su identidad, de sus mujeres e hijos y de su patria. Junio Bruto tomó entonces el estandarte de la legión, cruzó las aguas del Leteo y, desde la otra orilla comenzó a llamar uno a uno a sus soldados. Mencionó sus nombres y sus lugares de origen, convenciéndolos de que no tenían que temer olvidar nada al cruzar sus aguas, con lo que, libres de los prejuicios del mito, así lo hicieron (8).

Otra de las leyendas ligadas a nuestro Guadalete y a la vinculación de su etimología con el olvido, es la que hace alusión al hecho de que en sus orillas firmaron paces y treguas, olvidando las rencillas pasadas los cartagineses y sus aliados afincados en las Islas Gaditanas, con los Menesteos e indígenas, ocupantes de los territorios situados en la orilla derecha del río. Muy repetida en la historiografía clásica, traemos aquí el relato recogido por Rallón, en su Historia de Xerez, donde la descripción de la escena alcanza tintes épicos.

Comenzaron a marchar los dos campos por las dos orillas de el Guadalete. El de los cartagineses salió de Cadiz por tierra, y ocupó la ribera oriental de este río, hasta llegar en frente de la sierra que hoy llamamos de San Cristóbal. Los del Puerto (Menesteos) salieron por la opuesta, y llegaron a donde están hoy las huertas de Sidueña, y se pusieron los dos ejércitos a la vista, teniendo el río en medio, y aguardando cada uno a que el enemigo lo esguazase para comenzar la batalla. Los cartagineses, que no entendieron que el negocio llegara a aquel estado, ni que los menesteos pudieran agregar tan poderoso ejército,



trataron de tregua por algunas horas, en las cuales comenzaron a moverse tratos de paz; y quebrado el primer furor, se concertaron sin llegar a las manos. Hiciéronse las paces… y para que fueran firmes, juraron los unos y los otros que en general olvidarían las injurias, ofensas y agravios pasados, sin que quedase memoria, ni rencor, ni satisfaccion; quedando tan sin acuerdo, como si no hubieran sucedido
”. A partir de entonces, escribe Rallón, llamaron al río “con el nombre Letes… que quiere decir agua de olvido, el cual le dura hasta nuestro tiempo, con el adito de Guada, que los moros le pusieron en su lengua arábiga, llamandole Guadalete" (9).

Las aguas del olvido: con Antonio Muñoz Molina por el Guadalete.



El Guadalete fluye en la actualidad placido y lento a su paso por Jerez y al dejar atrás El Portal, divaga por una extensa marisma antes de llegar a El Puerto de Santa María para unirse al océano. En sus aguas navegan también los mitos y leyendas que se han ido creando en veinticinco siglos de historia y que ya para siempre lo asocian al “Río del olvido”. El simbolismo de esta idea (quien lo cruza y bebe sus aguas olvida su pasado) inspiró sin duda a Antonio Muñoz Molina para escribir el relato “Las aguas del Olvido”, con el que iniciamos este artículo, y en el que se recrea en nuestro río y sus mitos.

Con un trasfondo de suspense, el autor logra crear una atmósfera envuelta por un aire de misterio donde el narrador descubre que en su origen etimológico, el nombre del Guadalete guarda una grave advertencia: quien cruce sus aguas perderá la memoria de cuanto ha sido. Y eso es lo que les sucede inexorablemente, uno tras otro, a sus personajes. El perro Saúl, al lanzarse al río persiguiendo un objeto que su dueño ha lanzado a la otra orilla, saldrá del agua desorientado y extraviado. Una sirvienta del hotel donde transcurre la historia, nadará una noche hasta la ribera opuesta del Guadalete para un encuentro amorosa y, a la vuelta, regresará habiendo olvidado todo lo que sabía. Un marido celoso, Márquez, encontrará la forma de deshacerse del amante de su mujer haciéndole cruzar el río, consiguiendo así que deje atrás su memoria y no reconozca a nadie… El propio Márquez, protagonista del relato –junto al Guadalete- atraviesa finalmente “las aguas del olvido” en una suerte de suicidio, para desprenderse así de sus desdichas y su anodina vida, consciente de que cuando vuelva no recordará nada de su vida anterior….

Y es que, al identificar el Guadalete con el Leteo y recrearse en su etimología de “río del olvido”, Muñoz Molina pone la clave de su relato en la fuerte carga simbólica del mito porque, como escribe: “el río del olvido…era la frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos. Quien lo cruza pierde la memoria”.



No dejen ustedes de leer este hermoso relato, mejor a orillas de nuestro Guadalete. Pero por si acaso absténganse de cruzarlo…

Para saber más:
(1) Muñoz Molina, A.: “Las aguas del olvido”, en Nada del otro mundo, Seix Barral, Biblioteca Breve, 1993. Publicado por primera vez en El País, Relatos de verano, 05/08/1987.
(2) De las Cuevas, J. y J.: Puerto Serrano, Departamento de Publicaciones de la Diputación provincial de Cádiz, 1964, pp. 23-24
(3) Parada y Barreto D.I.: Hombres ilustres de la ciudad de Jerez de la Frontera. Imprenta del Guadalete, Jerez, 1878, pg. IV.
(4) Suarez de Salazar, J.B.: Grandezas y antigüedades de la ciudad de Cádiz, 1610, lib. I, cap. V, pg. 62-63., disponible en internet.
(5) Covarrubias, S.: Tesoro de la lengua castellana, 1611, pg. 452, voz Guadalete
(6) Martín de Roa (1617): “Santos Honorio, Eutichio, Eſtevan, Patronos de Xerez de la Frontera”. Edición Facsímil, Ed. Extramuros Edición S.L., 2007. Cap XVI, pp. 54-55.
(7 ) Baltasar de Vitoria: Teatro de los dioses de la gentilidad, Valencia, Edición de 1646, Libro 4, Cap. 7, pp. 396-397. Citado también en Gutiérrez, B.: Historia de la Muy Noble y Leal Ciudad de Xerez de la Frontera, (Jerez, 1886 edición facsimilar de 1989, t. I, p. 144.
(8) Así lo cuenta también, con algunas variaciones, Gutiérrez, B.: Historia de la Muy Noble y Leal Ciudad de Xerez de la Frontera, (Jerez, 1886 edición facsimilar de 1989, t. I, pp. 144-145.
(9) Rallón, E.: Historia de la ciudad de Xerez de la Frontera y de los reyes que la dominaron desde su primera fundación, Ed. de Ángel Marín y Emilio Martín, Cádiz, 1997, vol. I, p. 40.


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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 27/11/2016

Rempujeros: nuestros niños yunteros.
Las difíciles condiciones de vida de los niños, hace apenas un siglo.




Hoy, domingo 20 de noviembre, se conmemora el Día Universal de los Derechos de la Infancia, también conocido como Día Universal de la Infancia. Se trata de uno de esos Días "D" en el que los medios de comunicación ponen el foco en los graves problemas que tienen aún en tantos lugares del mundo, millones de niños y niñas cuyos derechos más básicos no son respetados.

En días como el de hoy se recuerda cada año de manera especial que la infancia es el colectivo más vulnerable, el que más sufre las guerras y las crisis y se subraya el enorme trabajo que queda aún por realizar para que la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1959, y lo acordado en 1989 en la Convención sobre los Derechos del Niño, y suscrito en la actualidad por 191 países, sea una realidad. La protección de la infancia y el derecho de los menores a la salud, la educación, la supervivencia y el desarrollo, el bienestar, la no explotación,… son ya retos conseguidos en muchos lugares… y asignaturas pendientes en otros muchos, razón por la cual sigue siendo necesario dedicar todos nuestros esfuerzos a esta causa.



Desde estas páginas de Entornoajerez, queremos proponer al lector una reflexión sobre estas cuestiones, recordando como hace apenas un siglo en unos casos, y tan sólo algunas décadas en otros, los derechos de la infancia también eran una asignatura pendiente en nuestro territorio más cercano, en nuestro medio rural, en nuestra propia ciudad. Si miramos atrás encontramos relatos y escenas que aún nos conmueven, en las que “nuestros” niños y niñas más desfavorecidos eran los tristes protagonistas.

El trabajo de los niños: la visión de Ramón de Cala.

Uno de los políticos jerezanos más destacados del siglo XIX fue sin duda Ramón de Cala (1827-1902). Organizador del Partido Republicano en nuestra comarca, participó activamente en “La Gloriosa”, la Revolución de 1868, siendo nombrado Presidente de la Junta Revolucionaria de Jerez. Diputado y senador por la ciudad en las Cortes Constituyentes de 1869-1871, y en las de la Primera República de 1873-1874, llegó a ser vicepresidente del Congreso (1). En su actividad política y en sus escritos mostró siempre un gran interés por los aspectos sociales. La instrucción pública, las cuestiones sanitarias, la defensa de los derechos de los trabajadores, la denuncia de las condiciones de vida de las clases populares y, en especial de los niños… estuvieron entre sus preocupaciones constantes. Buena parte de sus ideas se recogen en una de sus obras más conocidas, El problema de la miseria resuelto por La harmonía de los intereses humanos, publicada en 1884 (2).

En ellas, tras describir las duras condiciones de vida de los obreros del campo y de los trabajadores adultos, plantea una serie de reflexiones comparándolas con las que sufren los niños “… a quienes la necesidad obliga a trabajar”. Al respecto, nuestro político y escritor ofrece la siguiente reflexión: “El obrero adulto representa el tiempo que acaba, el niño trabajador representa la esperanza, el porvenir. Doloroso es que el primero consuma entre amarguras y fatigas los restos de su existencia; pero aún es más doloroso que el pobre niño salga á la vida prensado en la máquina del trabajo que lo deforma y desmoraliza. ¡Cual será el porvenir de las venideras generaciones formadas con esos niños que vemos en los talleres raquíticos, escuálidos, amarillentos y con señales de una existencia corta y llena de penalidades!”, se lamenta amargamente Cala (3).

Al retratar las condiciones de vida de los niños trabajadores, apunta comentarios muy actuales y señala como indirectamente se les priva de la infancia y del juego: “...por lo común los niños empiezan a trabajar antes de tiempo, y lo que es peor todavía, en ocupación ingrata que no distrae, ni origina placer de ninguna especie. Sometidos al yugo del aprendizaje que los retiene en sujeción durante horas continuas, ven contrariadas durante las tendencias de su naturaleza hacia la libertad, el movimiento y la alternativa desordenada, alegra y bulliciosa”.

La falta de tiempo libre, de educación, el embrutecimiento de las largas jornadas laborales, la ausencia de instrucción profesional básica, el destino final de los niños que trabajan… son otras tantas cuestiones que denuncia Cala: “ni siquiera reciben metódicamente la enseñanza de un oficio… Ni una lección les instruye, ni les guía un consejo… y así que por el transcurso de largos años… sus manos han tomado la costumbre de formar instintivamente parte de las herramientas, se hallan casi sin saberlo convertidos en operarios capaces de ganar el jornal, para entrar en una senda diferente de la fatigada peregrinación de su existencia”.

Las penosas condiciones de vida de los niños de la familias más desfavorecidas del Jerez de finales del XIX son expuestas también por Ramón de Cala con toda su crudeza: “… la vida del niño en casa de sus padres, que no es buena por punto general, y peor si los padres son trabajadores. Debía ser el niño la alegría de la casa y es la perturbación. No tiene espacio para moverse siendo tan bullicioso, y lo acuñan donde no cabe”. Estos comentarios no hacen sino poner en evidencia uno de los problemas del Jerez de la época que sufrían muy especialmente los niños: el hacinamiento de las familias obreras. El historiador Diego Caro Cancela, a modo de ejemplo que ilustra este grave problema, nos recuerda como en 1872 se daban algunos casos extremos y así, “en la calle Mariñiguez, en la casa situada en el



número seis, residían –es un decir- 16 familias, igual que en el número 15 de las calle Molineros. Y dos casas de la Puerta del Sol, las números 4 y 10, tenían censadas cada una hasta 17 familias”. La comisión formada en el Ayuntamiento de Jerez en ese año para inspeccionar las viviendas informaba que en las casas de vecindad “se albergan desde 4 vecinos hasta 14 y aún más, según la capacidad de estos edificios… Por lo general ocupa cada familia de dos a tres habitaciones, aunque en muchos casos se limitan a una sola
” (4)

No es de extrañar que, en estas condiciones de hacinamiento, las dificultades para el normal desarrollo de los niños fueran más que evidentes, lo que lleva a afirmar a Ramón de Cala que “Todos sus juegos se convierten en diabluras y rueda de un lugar a otro, revolviendo el pobre mobiliario entre gritos y pescozones. Su carácter principia a torcerse por la contradicción perpetua… ¡Cómo ha de comprender el niño que debe embutirse en un rincón sin movimientos, cuando toda su naturaleza lo impulsa a la movilidad y al bullicio! Al poco tiempo es menester alejarlo del hogar, porque estorba… y lo colocan de aprendiz, si no desde el primer instante de trabajador, porteando escombros para que gane algo inmediatamente

Con respecto al acceso a la educación de los hijos de los trabajadores del campo, Caro Cancela pone en evidencia que, ante la preocupación por satisfacer cada día las necesidades más primarias, como las de comer y vestirse, el interés por la educación pasaba a ser un asunto marginal en la conciencia de estos trabajadores que no podían atender adecuadamente las necesidades de sus hijos. En este sentido, recuerda que ya en 1850 el cuestionario de la Sociedad Económica de Amigos del País reconocía que en Jerez “la educación de los infelices trabajadores del campo (…) puede decirse que es ninguna, pues los hijos de éstos, en razón a vivir llenos de andrajos, sucios y hambrientos, no se recogen en las escuelas gratuitas, porque los menos desgraciados, siquiera vestidos, huyen de ellos: por tanto, se crían como salvages e idiotas” (sic). Estos hijos de jornaleros –añadía-, “viven miserables pidiendo por las calles medio desnudos o vestidos de harapos, recojiendo (sic) el mendrugo y los desperdicios, y de este modo pasan el tiempo, y crecen hasta que logran, ya que tienen fuerzas, acomodarse en el campo para zagales y trabajos menores” (5).

Los rempujeros: nuestros niños yunteros.

Obligados por la necesidad, muchos niños de familias sin recursos trabajaban en los cortijos realizando tareas agrícolas o de cuidado de animales en largas y agotadoras jornadas por las que apenas recibían poco más que una escasa y mala comida. Los niños participaban en el rebusco o en la recogida de semillas y hacían de porqueros, vaqueros, cabreros, paveros, aguadores… Guardamos de todo ello singulares relatos que dejamos para otra ocasión y que nos han hecho llegar algunos familiares de aquellos que, hace menos de un siglo, perdieron su niñez trabajando de sol a sol.



Una de estas esclarecedoras escenas de trabajo infantil la encontramos en La Bodega la famosa novela de Vicente Blasco Ibáñez que vio la luz en 1905 después de una visita que el escritor y político valenciano realiza a Jerez en 1902 acompañando a Alejandro Lerroux. En ella aprovechará para documentarse y recabar datos de primera mano sobre la realidad social de la vida de los jornaleros en nuestra campiña. El médico y político jerezano Fermín Aranda, y el sindicalista Manuel Moreno Mendoza, militantes también de su partido Unión Republicana, le acompañarán en sus recorridos y le facilitarán información precisa sobre los problemas sociales de nuestra ciudad y su entorno rural (6).

Blasco Ibáñez, en un conmovedor pasaje de La Bodega, se refiere a los “rempujeros” que, salvando algunas diferencias, tanto nos recuerda mucho a la figura del “niño yuntero” a la que dedica un conocido poema Miguel Hernández. Comparando la vida de los niños que trabajaban en los cortijos de la campiña, escribe Blasco Ibáñez: “Los hombres empezaban de pequeños el aprendizaje de la fatiga, del hambre engañada. A la edad en que otros niños más felices iban a la escuela, ellos eran zagales de labranza por un real y los tres gazpachos. En verano servían de rempujeros, marchando tras las carretas, cargadas de mies, como los mastines que caminan a la zaga de los carros, recogiendo las espigas que se derramaban en el camino y esquivando los latigazos de los carreteros que los trataban como a las bestias”.

El futuro de estos niños que perdían su infancia ante la necesidad de trabajar para ayudar a sus familias, es descrito también por el autor de La Bodega con toda crudeza: “Después eran gañanes, trabajaban la tierra, entregándose a la faena con el entusiasmo de la juventud, con la necesidad de movimiento y el alarde fanfarrón de fuerza, propios del exceso de vida. Derrochaban su vigor con una generosidad que aprovechaban los amos. Estos preferían siempre para sus labores la inexperiencia de los mozos y de las muchachas. Y cuando no habían llegado a los treinta y cinco años se sentían viejos, agrietados por dentro, como si se desplomase su vida, y comenzaban a ver rechazados sus brazos en los cortijos…” (7).

El rempujero figuraba en el último lugar del “escalafón”, en lo que al trabajo agrario se refiere y 30 años después de la publicación de La Bodega nos los encontramos -al menos- incluidos en la relación de salarios entre patronos y obreros, cerrando las listas de jornales. Así, en 1932, los zagales rempujeros cobraban 3,50 ptas., la mitad del sueldo más bajo de todos los incluidos en las Bases de Trabajo en el campo (8). Apenas unos años más tarde, en 1936, el “niño rempujero” que participaba en las faenas de trilla o que trabajaba en las eras, ganaba 4,25 ptas., como quedaba recogido en las Bases de Trabajo Agrícola para la campiña de Jerez (9). La figura del niño o zagal rempujero, pervivió hasta la década de los 50 del siglo pasado y la contemplaban, por ejemplo, las Reglamentaciones del Trabajo en el campo de 1948 (10).

El poeta Miguel Hernández, en su “Niño yuntero” escribía: “Me duele este niño hambriento/ como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento / revuelve mi alma de encina. / Lo veo arar los rastrojos, / y devorar un mendrugo, / y declarar con los ojos/ que por qué es carne de yugo” … Y nosotros, al evocar el sufrimiento de aquellos niños sin infancia que trabajaban para poder sobrevivir en nuestros campos, no podemos sino recordar de nuevo –con tristeza- estos versos.

Para saber más:
(1) Caro Cancela, D.: Ramón de Cala: republicanismo y fourierismo, en Serrano García, R. (Coord) “Figuras de “La Gloriosa”. Aproximación biográfica al Sexenio Democrático”, Valladolid, 2006, págs. 49-72.
(2) Ramón de Cala: El problema de la miseria resuelto por la harmonía de los intereses humanos (1884) Edición Facsímil (2002), pp. 115-118. Editada por el Ayuntamiento de Jerez y coordinada por Joaquín Carrera Moreno
(3) Este comentario y los siguientes atribuidos a Ramón de Cala han sido tomados de Ramón de Cala: El problema… pp. 92-94.
(4) Caro Cancela D.: Burguesía y jornaleros. Jerez de la Frontera en el Sexenio Democrático (1868-1874). Caja de ahorros de Jerez, 1990. pp. 265-266
(5) Caro Cancela D.: Burguesía.. p. 266.
(6) García Lázaro, A. y García Lázaro, J.: Con Vicente Blasco Ibáñez por la campiña jerezana. Los paisajes que recorrió el autor de La Bodega. Diario de Jerez, 18 de Mayo de 2014. También puede verse: http://www.entornoajerez.com/2014/05/con-vicente-blasco-ibanez-por-la.html
(7) Blasco Ibáñez, Vicente.: La bodega. Plaza Janés Editores, 1979. A esta edición pertenecen los fragmentos que figuran en el texto.
(8) ABC de Sevilla, 3 de Mayo de 1932.
(9) El Yaidín, nº10 22/9/04 16:41 Página 38
(10) Ortega López, T.M.: Trabajadores y jornaleros contra patronos y verticalistas, Universidad de Granada, 2001, p. 563.


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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 20/11/2016

El Puente de Hierro de la Junta de los Ríos.
Puentes con “encanto” (1).




En las últimas décadas va ganando terreno el interés por la conservación y la recuperación del denominado patrimonio industrial y de la obra pública. En él se incluyen todos aquellos objetos, elementos, instalaciones o edificios que forman parte de cultura industrial y que, de una u otra forma poseen algún valor tecnológico, histórico, científico o arquitectónico. Antiguas fábricas y maquinarias, talleres, instalaciones mineras, edificios industriales, chimeneas, almacenes, molinos… integran este rico patrimonio del que también forman parte algunas antiguas infraestructuras de transporte y obras públicas singulares.



En nuestra campiña y en los alrededores de Jerez existen no poco bienes que, por sus especiales características, deben ser considerados como elementos relevantes del patrimonio industrial, de los que nos iremos ocupando en próximos artículos. Como muestra de ello traemos hoy a nuestros lectores un claro exponente de cuanto hablamos, un viejo puente metálico que ha resistido el paso del tiempo y las avenidas de los ríos Majaceite y Guadalete, pero al que es preciso rescatar del abandono y la desidia antes de que se desplome.

Un puente para dos ríos: el comienzo de la historia.

El puente de hierro de la Junta de los Ríos se encuentra situado en un hermoso paraje entre frondosas arboledas donde confluyen los ríos Majaceite y Guadalete. Hasta su sustitución en la década de los noventa del siglo pasado por un nuevo puente de vigas de hormigón pretensado, estuvo en servicio durante tres cuartos de siglo, siendo lugar de paso obligado en este rincón de la campiña. Pero su historia se remonta muchos años atrás.

En el último tercio del XIX (1864) se construye la carretera Arcos-Vejer, para abrir una nueva vía de comunicación entre las tierras del interior de la provincia, como se recoge en la “Memoria sobre el progreso de las obras públicas en España” (1). Uno de los puntos más conflictivos de esta obra era el que planteaba el paso del Guadalete y el Majaceite que se cruzaban tradicionalmente por vados o con barcas (2). La solución adoptada fue la construcción de un único puente de fábrica en el Guadalete, en un lugar próximo a la confluencia de ambos ríos. El 5 de febrero de 1864 se anuncia oficialmente la subasta pública "…de las obras de un puente sobre el río Guadalete en la carretera de tercer orden de Arcos a Veger. Presupuesto 1.422.565 rs. 99cs”. (3).

Avanzadas ya las obras de la carretera, se acometen en 1866 las del puente tal como se recoge en una noticia breve aparecida en la Revista de Obras Públicas: “En la carretera de tercer órden de Arcos a Veger, ya construida, se ejecuta actualmente el puente, en la confluencia de los ríos Majaceite y Guadalete, compuesto de cinco arcos de 18 metros de luz cada uno, de ladrillo con aristones de sillería, alzándose en la altura de los arranques las pilas y estribos” (4).

En 1881, apenas 15 años después de su puesta en servicio, sufrió serios daños como consecuencia de un episodio de fuertes lluvias invernales que ocasionaron una gran riada. De este desastre se hace eco el diario local jerezano El Guadalete, donde se informa que “…ayer se nos aseguró por una persona procedente de Arcos que el puente de la confluencia del Majaceite y el Guadalete en la carretera de Arcos a Paterna, estaba casi destruido por la riada” (5). El puente fue reconstruido, siendo de nuevo dañado en otras ocasiones por la inestabilidad del terreno y por la confluencia en este lugar de las grandes crecidas del Guadalete y Majaceite que todavía no contaban en sus cuencas con ningún embalse. Finalmente, el puente sería destruido por una gran avenida en marzo de 1917, tal como muestran las fotografías de la época.

De la traza y aspecto original de este primer puente de fábrica nos da cuenta Pedro González Quijano, quien fuera ingeniero y director del pantano de Guadalcacín, al describir la obra de construcción de los sifones sobre el Guadalete y Majaceite, informando que en la Junta de los Ríos “la carretera de Arcos a Vejer… atravesaba el río por un puente de fábrica de 5 claros de 18 metros de luz cada uno, prolongados a uno y otro lado de los estribos por muros de acompañamiento”. Se trataba de arcos escarzanos o rebajados, construidos en ladrillo y con bordes de sillares de arenisca calcárea, como las pilas en las que se apoyaban, los pretiles y las rampas de acceso a los estribos del puente.

El ingeniero pretendía aprovechar este puente para el paso del sifón del canal de riego, que iría alojado en un cajón de hormigón armado sobre el que se situaría la calzada. Presenta así en 1915 un proyecto que nos permite conocer el puente original, con cinco pilas de apoyo en el cauce, salvando los vanos de 18 metros que presentaba el puente. La idea se desechó finalmente porque obligaba a elevar mucho la rasante de la carretera y porque, a juicio de Quijano “el emplazamiento del puente era poco afortunado. Situado en la misma confluencia, estaba expuesto a las avenidas de una u otra corriente, no siempre completamente concordantes, lo que podría hacer variar y reforzar, en condiciones difíciles de prever, la fuerza de socavación”. Prueba de ello es que el río ya había destruido uno de los arcos del primitivo puente, que hubo de reconstruirse en 1906. El ingeniero, tras recorrer el terreno en 1916 hace notar que “…cuando se construyó la obra, hace ya cincuenta años… parece que entonces hubo de estar la confluencia unos 200 m. agua arriba, como resulta de los planos del Instituto Geográfico y Estadístico, cuyos datos se tomaron por aquella época, que confirman referencias de gente anciana de lo cual aún se encuentran indicios en las madres viejas o antiguos cauces, casi del todo cegados hoy, que surcan los tarajales de la inmediata vega de la Pedrosa…” (6).

Sus intuiciones estaban bien fundamentadas y en marzo de 1917, una extraordinaria avenida del Guadalete, con una fuerza y un caudal que no se recordaba, arrastró el primitivo puente de la Junta de los Ríos, el mismo que ligeramente reformado, dibuja Quijano en su proyecto. La riada se llevó por delante también los puentes de Villamartín, Arcos y el que cruzaba el río en La Florida hacia Jerez, con la tubería de abastecimiento del manantial del Tempul (7).

El nuevo puente de hierro.



Así las cosas, cincuenta años después de que se hubiese levantado el antiguo puente de mampostería, fue necesario reparar la carretera y levantar uno nuevo. En esta ocasión se optará por una construcción metálica y se incorporarán innovaciones técnicas para salvar la distancia de 100 metros entre los estribos de ambas márgenes con tres tramos de vigas rectas, que se apoyaran en los estribos y en sólo dos pilares en el cauce.

El proyecto del nuevo puente fue encargado al ingeniero de caminos Juan Romero Carrasco, quien lo realizó en 1919. Las obras se subastaron en 1924, siendo finalmente inaugurado en 1925 . Natural de Ubrique, Romero Carrasco llevó a cabo numerosas obras públicas en la provincia de Cádiz entre 1904 y 1932, año de su muerte. Junto a los distintos tramos de carreteras que diseñó y ejecutó (en las de Ubrique a Jimena, de Jerez a Cortes, de Alcalá de los Gazules a Puerto de Galiz, de Arcos a El Bosque…) se deben también a él los proyectos de los distintos puentes realizados sobre el Guadalete para sustituir a los destruidos por la riada de marzo de 1917 (8). El primero de ellos, el del puente metálico de San Miguel, en Arcos, fue redactado en 1917, apenas dos meses después de la destrucción del anterior puente de mampostería, terminándose las obras en 1920. El nuevo puente metálico de Villamartín (el conocido como “puente de los hierros”) fue también proyectado por Romero Carrasco. Con un diseño similar al de la Junta de los Ríos (pero con cuatro tramos de vigas rectas, en lugar de tres), se terminó en 1923 (9).

Durante los ocho años en los que la carretera Arcos-Vejer estuvo sin puente (1917-1925), el paso del río se solucionó parcialmente con la instalación de una barcaza de sirga de la que conocemos sus características por las fotografías antiguas que de ella se conservan. Debe recordarse que en esos tiempos, anteriores a la construcción de las presas en la cuenca, la anchura y el caudal del río en este paraje era mucho mayor que en la actualidad. A modo de plataforma con barandillas de protección, este pequeño trasbordador permitía el paso de vehículos y de personas, consiguiendo mantener de este modo las comunicaciones entre Arcos y Medina, o entre Jerez y la recién estrenada presa de Guadalcacín que, hasta la construcción del puente de La Barca, se canalizaban por este lugar. Una barcaza similar sería instalada también en Villamartín.

Una obra singular: algunos datos.



La solución técnica para el puente proyectado por el ingeniero Romero Carrasco fue la realización de una estructura en celosía metálica, tipo Pratt. El puente está constituido por tres tramos que se apoyan en dos pilas o apoyos centrales cimentados en el cauce del río. La corriente, salvo en épocas de grandes crecidas, discurre habitualmente al pie de la pilastra izquierda. Las pilas, construidas con grandes sillares de piedra arenisca, tienen una altura máxima de 9 m sobre el nivel habitual de la lámina del río, un grosor de casi 3,50 m y una longitud de 10 m, oponiéndose a la corriente con tajamares curvos de sección semicircular.

El tablero está formado por tres grandes arcos o bastidores de unos 35 m. que salvan en total un vano de 104,50 m. Esta armazón metálica, formada por grandes vigas de hierro, soporta el peso del puente. La sección central se apoya en las pilas y las dos laterales lo hacen también en los bordes de los estribos, descansando en cilindros de rodadura para posibilitar la dilatación de los materiales. La anchura total del puente es de 6,6 m., mientras que la de la calzada interior se limita a 4,50 m., con pasos peatonales a ambos lados de 75 cm de anchura.



Las grandes vigas que forman los arcos de los bastidores tienen una anchura de 45 cm y sobre ellas se trazan los tirantes y riostras diagonales que forman una trama, a modo de doble celosía, que da solidez a la estructura impidiendo también su torsión y flexión. La altura total de estas estructuras laterales, es de 3,50 m. Sobre ellas se apoya la calzada por encima de la cual sobresalen 2,35 m. evitándose así también que ningún vehículo pudiera caer al río. Todas las piezas están unidas con pletinas, ángulos y perfiles mediante roblones, clavijas de hierro con cabeza en un extremo, que después de pasadas por los taladros de las piezas, había que remachar en caliente hasta formar otra cabeza en el extremo opuesto (10).



Las piezas del puente fueron fabricadas por la empresa bilbaína Sociedad Española de Construcciones Metálicas, a la que se le adjudicó en pública subasta en 1924.

Los estribos están construidos con grandes sillares de piedra de arenisca, al igual que los muros de acompañamiento que protegen los taludes de acceso al puente, presentando un resalte para el asiento de los tramos metálicos.

Si bajamos hasta la orilla del río, a los pies del puente, podremos observar su estructura desde otra perspectiva y veremos cómo los arcos laterales del bastidor están unidos por debajo por grandes vigas, a modo de travesaños, arriostradas con otras viguetas diagonales formando un entramado sobre el que descansa la calzada. De la misma manera, si nos fijamos en los grandes sillares de areniscas de las pilas, comprobaremos como muchos de ellos han sido desgastados por las corrientes y desprovistos de su capa superficial, mostrándonos así su constitución geológica, apreciándose numerosos restos de conchas fosilizados.



Por las características de la piedra, bien pudiera haberse traído de las canteras de la cercana Sierra del Calvario o de Barrancos, donde abunda este tipo de arenisca calcárea (calcarenita) rica en fósiles similares a los que aquí se observan.

Un espléndido mirador… que reclama una restauración.

En 1987, cuando visita el puente el equipo del ingeniero J.A. Fernández Ordóñez, apunta que “presenta oxidaciones localizadas. Buen estado en general” (11). Lamentablemente, 30 años después, su estado ha empeorado y en la actualidad muestra claros signos de deterioro visibles en toda su estructura, debido al abandono y a la falta de mantenimiento desde hace más de dos décadas. A ello hay que añadir los actos vandálicos que ha sufrido, al sustraerse parcialmente el hierro de las barandillas y celosías. Afortunadamente, hace unos años, con motivo de los trabajos de restauración de riberas realizados por la Consejería de Medio Ambiente (12), fueron retirados los eucaliptos que crecían entre su estructura y que resquebrajaban las piedras de sus pilares, causando serios daños. De la misma manera, se aprecia una perdida casi generalizada de la pintura que le servía de protección y que ha



dejado paso a la progresiva oxidación de muchas de sus piezas. Pequeños agujeros en el tablero y el pavimento o en las pasarelas peatonales, la rotura de las barandillas de protección, el robo y desmontaje de algunas piezas, las aparición de pintadas… son otras de las amenazas que comprometen el futuro de este viejo y hermoso puente, que, como queriendo pasar desapercibido, se ha ocultado entre la arboleda del río camuflándose entre los eucaliptos, melias, lentiscos y ailantos de sus taludes.

Tal vez espera, como ha sucedido con los puentes de San Miguel en Arcos o con el de La Barca, que llegue el momento de su restauración y no le suceda como al viejo puente del ferrocarril sobre el Guadalete en El Puerto, salvado “in extremis” cuando ya estaba siendo desmontado para chatarra hace tan solo unos años.



No se merece ese trato este singular puente que, a nuestro juicio, debiera formar parte del patrimonio arqueológico industrial provincial y ser restaurado, consolidado y puesto en valor como mirador privilegiado sobre un paraje fluvial excepcional, la Junta de los Ríos, en cuyas riberas se han realizado trabajos de restauración de los sotos y alamedas y de retirada de lodos y eucaliptos.

El puente merece por si sólo una visita a este lugar, donde también podremos admirar los “sifones”, esos grandes arcos que salvan el río conduciendo las aguas del canal de riego del embalse de Guadalcacín, conocidos popularmente como “las morcillas”. O pasear por las orillas del Guadalete y del Majaceite, o visitar el antiguo Vivero de Obras Públicas, que acoge las instalaciones de la Granja-Escuela Buenavista. O acercarnos hasta los cercanos cortijos de Casablanca, Casinas o El Abadín, que tanta historia e historias guardan. O descansar y tapear en la conocida Venta de la Junta de los Ríos una de la que tiene más “sabor” de cuantas encontramos en la provincia...



Por estas y otras muchas razones, el viejo puente de hierro de la Junta de los Ríos merece ser salvado del abandono y la desidia y recuperarse como mirador en este hermoso rincón de la campiña.

Para saber más:
(1) Memoria sobre el progreso de las obras públicas en España durante los años 1861, 1862 y 1863. Ministerio de Fomento. Dirección General de Obras Públicas, Imprenta Nacional (Madrid) – 1864, pg. 97
(2) García Lázaro A. y García Lázaro J.:Al pasar la barca. Las barcas de la Florida, Berlanga, el Majaceite y Tempul”. Diario de Jerez, 12 de junio de 2016. Disponible también en:
http://www.entornoajerez.com/2016/06/al-pasar-la-barca-y-3-las-barcas-de-la.html
(3) Revista de Obras Públicas, 1864, p. 24. Subastas.
(4) Revista de Obras Públicas, 1866, p. 164. Sección de noticias breves firmada por Francisco González.
(5) El Guadalete, 1 de febrero de 1881, Jerez.
(6) García Lázaro, A.: El Guadalete, Cuadernos de Jerez. Ayuntamiento de Jerez, 1989. pp. 38-39
(7) Pedro M. González Quijano.: Sifón del Guadalete. Rev.de Obras Públicas. 1923 pp. 231-236
(8) Gavira Vallejo, José Mª.: El ingeniero ubriqueño Juan Romero Carrasco… en http://loscallejones5u.blogspot.com.es/, (consultada el 7 de noviembre de 2016).
(9) “Puente de Villamartín y de San Miguel, sobre el río Guadalete, en la provincia de Cádiz (Crónica)” Revista de Obras Públicas vol.71, nº2.382, junio 1923 pg. 62-62. D esta publicación proceden las ilustraciones de ambos puentes.
(10) José A. Fernández Ordóñez, Tomás Abad Balboa, Pilar Chías Navarro, Luis F. López Ruiz y Carmen Romero Doral.: Inventario histórico de los puentes de Andalucía - Provincia de Cádiz, Cátedra de Estética de la Ingeniería de la ETS de Ingenieros de Caminos, Centro de Estudios Territoriales y Urbanos, Consejería de Obras Públicas y Transporte, Junta de Andalucía, 1985. Pp. 101-102
(11) José A. Fernández Ordóñez…: Obra citada, Ficha del Puente de Hierro de la Junta de los Ríos. De esta ficha hemos tomado el croquis del puente, obra del mismo autor.
(12) García Lázaro A y García Lázaro J.: Obras de restauración ambiental en el Guadalete (1): en la Junta de los Ríos, 18 de septiembre de 2011: http://www.entornoajerez.com/2011/09/obras-de-restauracion-ambiental-en-el.html


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 13/11/2016

 
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