Cruces en el paisaje.



La Semana Santa es sin duda el mejor momento para admirar y contemplar, en las calles y en los templos, el rico patrimonio artístico de nuestras hermandades y cofradías. Son también días de descanso en los que podemos aprovechar para descubrir distintos rincones de nuestro entorno cercano, muchos de ellos poco conocidos, que esconden pequeñas sorpresas. Hoy les proponemos algunos de estos paisajes o lugares que, por aquello de la "semana de pasión", hemos querido que tuvieran como elemento común la presencia de cruces, algunas de grandes proporciones, como la que encabeza estas líneas, situada en lo más alto de la Sierra del Valle, el conocido como Monte de la Cruz, desde el que se domina un soberbio panorama.

¿Nos acompañan a dar un paseo por las "cruces" de la campiña? He aquí algunos ejemplos.


Grandes cruces labradas en la arenisca pueden verse en la entrada de una vieja cantera de Buenavista, en la Sierra de San Cristóbal, donde es conocido que existió en los siglos medievales una ermita dedicada al apóstol Santiago. Contrasta con ellas la modesta cruz que el cantero Domingo Molejo padre labró a la entrada de la cueva de la Luz Divina en la que extraía sillares de arenisca. O esta otra hermosa cruz tallada en lo más alto de la cumbre del monte Albarracín, en El Bosque, junto a uno de los hitos de piedra que separan los términos de esta villa con los de Grazalema.


Entre las cruces más singulares y monumentales se encuentran sin duda las de algunos cruceros que hallamos en nuestra campiña. El más relevante es el situado en los accesos al Monasterio de La Cartuja siendo también muy destacable el que, cobijado por un bosquete de pinos y un olivar, despunta en un cerro situado junto a la carretera de Arcos, entre los cortijos de La Peñuela y la Cartuja de Alcántara.


Son también muy frecuentes las cruces de hierro que coronan las espadañas de las pequeñas capillas y oratorios repartidos por los cortijos y haciendas de la campiña. En El Olivillo, un hermoso situado en la carretera del Calvario, la cruz se instala sobre el arco que sujeta una pequeña campana. En la ermita de Las Montañas (Villamartín), lo hace sobre una veleta. En Macharnudo y Casablanca, junto a la carretera de Morabita, las cruces se alzan sobre las espadañas de las pequeñas capillas rurales existentes en los cortijos.


Cruces realizadas en labores de forja más elaboradas pueden admirarse también en La Cartuja -sobre un corazón-, en Casablanca (Arcos), en el cortijo de ducha o en El Rosalejo, todas ellas vinculadas a antiguas y hermosas veletas.


Las cruces aparecen también, como elemento decorativo, en muchos brocales de pozo, como  este hermoso y sencilla cruz,  pintada de verde, en una viña de Balbaina. Adoptan todas las formas imaginables como la que culmina la torre-portada de la ermita rural de Nuestra Señora de la Caridad, en La Greduela, o la más modesta que se enmarca entre la españada de La Panesa, en el lugar que en otros tiempos debió haber una campana. En un viejo edificio junto a la Venta Santa Luisa (El Cuervo) la cruz forma parte de una veleta. Junto a la ermita de Las Montañas, en Villamartín, una antiquísima cruz de forja que se asoma sobre una vieja espadaña. Muy cerca de este lugar, en El Rosalejo, una sencilla y hermosa cruz de Santiago corona la torre de contrapeso de una antigua almazara.


Son también muy frecuentes los casos en que las cruces presiden la puerta de los cortijos y haciendas rurales. En El Olivillo la vemos sobre la cancela que da acceso al recinto de la capilla. En Viña Romano, la cruz está sobre el arco de fábrica construido en el brocal de un antiguo pozo. En La Zangariana hay una modesta cruz de piedra que, cubierta por la cal, resalta sobre la puerta de entrada a una de las dependencias. En esta casa rural a orillas de la carretera de Arcos-Algar, junto a Sierra Valleja, una cruz se sitúa en lo más alto de la puerta de acceso al patio.


Otras "cruces", en este caso sin significado religioso, nos salen al encuentro en cualquier rincón de la campiña. Así, están presentes en muchos topónimos, como el ya mencionado Monte de la Cruz, en el Puerto de la Cruz (junto a la presa de Guadalcacín), en el paraje de Las Cruces (en la carretera vieja del Puerto, al pie de San Cristóbal)... También en la Cruz del Husillo, que da nombre a un cerro y a una viña junto a la barriada rural de Las Tablas, aunque aquí la "cruz" a la que se refiere es la que forman estos tradicionales elementos que no faltaban en los lagares de las viñas. En la imagen puede verse una "cruz" de husillo que se conserva en Macharnudo. En muchos hierros de ganaderías no faltan tampoco las cruces, como en este de El Tesorillo.


En las rejas y cancelas las cruces son también muy frecuentes formando parte de los trabajos de forja con que se decoran estos elementos de cierre. Algunos hermosos ejemplos los podemos encontrar en este sencillo cancel que encontramos en el interior de la Ermita de la Ina, o en las singulares rejas de La Residencia, en La Barca de La Florida, antigua sede de los ingenieros que diseñaron los poblados de colonización de la vega del Guadalete. En los azulejos y en los paneles cerámicos no faltan tampoco ejemplos de cruces, como estas que pueden contemplarse en el patio de La Cartuja.



Grandes cruces u otras pequeñas y casi diminutas, resaltan también en las paredes o en el interior de nuestras capillas y oratorios rurales. En la Ermita de la Ina, una "cruz de la victoria", recuerda la hazaña de Diego Fernández de Herrera y la batalla que en estos llanos se libró entre los jerezanos y los musulmanes en el siglo XIV. En el interior de esta misma ermita, podemos admirar un "vía crucis" que ha sido plasmado en  sencillos azulejos (presididos por una pequeña cruz). En el interior de la capilla de la viña del Majuelo, en Macharnudo, dos ángeles custodian la cruz que preside el altar mayor.


Cerramos este recorrido por algunas de las "cruces" de nuestra campiña,  con la que se alza sobre la antigua ermita de Nueva Jarilla, junto a la cañada  de Romanina, presidiendo los viejos caminos que conducen hacia la Sierra de Gibalbín.


Elogio de las “malas hierbas”: otra vez la primavera.



Fiel al ritmo de los días y al cotidiano repetirse de las estaciones, con esa precisión con la que los sabios calculan el incesante movimiento de los astros, la primavera de 2013 comienza puntualmente “el miércoles 20 de marzo a las 12h 02m hora oficial peninsular”. En su rigor teórico, los astrónomos han previsto que durará 92 días y 18 horas, y que terminará el 21 de junio para dar paso al verano. Pero en la práctica, la primavera lleva ya entre nosotros unas semanas desde que las lluvias regaron generosamente la tierra y el sol había hecho renacer todo lo vegetal.


Ya está aquí la primavera y de nuevo los brotes de los árboles y arbustos, las hierbas y las flores, tal vez con más prisa y más ganas que otros años, van cambiando el aspecto del campo, del paisaje. Recorremos los caminos de la campiña y sale la primavera a nuestro encuentro. De esta hermosa manera lo expresaba hace unos años, en su sección A cepa revuelta, de Diario de Jerez, el abogado y escritor Jesús Rodríguez:

Esta mañana he estado paseando por la Cañada de la Loba. Los verdes tenían belleza y vitalidad de adolescentes y se paseaban por las besanas, fatigándolo todo. He tomado la vereda que lleva a la viña de mi amigo Frasquito… ¡Las veredas del campo! Sendas humildes hechas con pasos ajenos. Nuestros pies obedecen a esas viejas pisadas de otros hombres y, a la vez, afirman el camino para otros que vendrán algún día a transitarlo. Así constatan, como pocas cosas, el sino del hombre : seguir y crear. En la albarrada que hace linde con el trigal se agolpaban amapolas, jacintos, lavandas, labiérnagos, coscojas, aulagas, torviscos… Y entre ellas, subrepticias, las flores anónimas que se prende abril en sus mañanas. Esas que lo inundan todo con su color y su nombre clandestino. Sólo sabemos de ellas su lozanía y su querencia por lindes y ribazos, pero desconocemos cómo se llaman. La gente del campo las nombra, como si nada : "carmentinas, todabuenas, sanchecias, algazules, escarchadas, hierbadoncellas, mocos de pavo, palos de cochino, aguaturmas, ombligos de venus, dividivis, amormíos…"; y nosotros, los de ciudad, nos quedamos asombrados con ese santoral de la modestia. Estas flores de nombres ignorados, se pierden, como las monjas, por la humildad, y por eso agarran en lo menos evidente. Vamos andando entre los pasiles del roquedo y las vemos emerger de entre sus fisuras y gravillas, haciendo del aire, con su breve olor, una cañada de hermosura. Cuando las descubri-mos, hacemos una parada en nuestro paseo para admirar aquellas piedras florecidas, y después, agradecemos de corazón a la primavera que colonice con frutos de belleza hasta lo más inhóspito. En su humildad, sin embargo, llevan también su desgracia, porque no saber cómo se llaman quita a los hombres apego y nadie se lamenta si una de esas flores desconocidas es tronchada por el pie, la rueda o los cascos de la yegua…


Entre todos los regalos con los que la primavera nos obsequia, sentimos especial predilección por estas flores silvestres, humildes, discretas, “vulgares”, con nombres apenas conocidos, esas que crecen en las cunetas, en los bordes de los campos y de los caminos, las que, como los jaramagos, tapizan los baldíos. Esas que pasan desapercibidas y a las que muchos califican como “malas hierbas”. A buen seguro, algunas de estas especies vegetales resultan poco recomendables y causan perjuicios a agricultores y viñistas, a jardineros y a quienes se ocupan del mantenimiento de caminos y carreteras… pero no puede ya concebirse el paisaje sin ellas.


Con la primavera, estas “malas hierbas”, esas que crecen “donde no deben”, donde no se las quiere, se hacen presentes en todos los rincones y, pese a las “molestias” que causan a algunos, nos compensan a todos con la belleza de sus flores.


En cierta ocasión, paseando por la Cañada de Espera, un hombre que llevaba en la mano una bandera, cubierto con un impermeable, nos hizo señas desde unas decenas de metros, en medio de un campo. Al poco se nos acercó y nos previno de las pasadas que una avioneta que volaba a lo lejos: “está fumigando para matar las malas hierbas”. Macizos de margaritas y amapolas, de viboreras y malvas, de borrajas y vinagretas, de zullas, de azureas, de jaramagos… llenaban las cunetas, ocultando los palmitos, y crecían también entre un olivar cercano y en los linderos de una loma sembrada de cereal. Malas hierbas…

Me alejé entonces del camino y en las divagaciones ociosas que entretienen el paso lento de los caminantes, pensé si estas “malas hierbas”, si estas hierbas que hermoseaban con sus flores los bordes de las hijuelas y los campos, estás que formaban parte de esa “lista negra” de los agricultores, serían consideradas “buenas hierbas” en algún lugar. Y allí, a buen seguro, que lejos de fumigarlas y rozarlas para acabar con ellas, se las trataría con el mimo que se dispensa a las flores que cultivamos en los jardines. “Es seguro, -pensé-, que en algún remoto paisaje, las mejores praderas estarán tapizadas por estas “malas hierbas” que aquí tratamos de eliminar de nuestros campos con herbicidas. Es de justicia que así sea, -suponía mientras veía acercarse la avioneta-, y de que puedan gozar allí de una lluvia de agua fina, de rocío limpio cada mañana, y de que sean “bien tratadas” y “admiradas”.

Rescatábamos, a modo de divertimento aquellas disquisiciones, en estos días de marzo cuando vuelven de nuevo a brotar con más fuerza que otros años todas las hierbas (las “buenas” y las “malas”), algunas de cuyas flores les dejamos, junto a estas palabras, para que ustedes valoren su condición. Un hermoso y premiado poemario de nuestra admirada Josefa Parra lleva por título “Elogio de la mala yerba” y nosotros, modestamente, lo tomamos prestado cada año para dar la bienvenida a esta nueva estación.


Nos vamos tomando de nuevo prestadas la palabras de Jesús Rodríguez para decir que, paseando estos días por cualquier cañada de nuestra campiña, admirando los prodigios que obra la primavera en los ribazos de los campos, en los setos de los caminos, en las laderas incultas, en las orillas de los arroyos… disfrutando del renacer y el empuje de la naturaleza, sentimos “…lo mismo que debió sentir Dios aquel día tercero en que creó las cosas vegetales y vio que eran buenas”.


Estas palabras son una versión “remasterizada” de las que escribimos para la entrada de la primavera de 2010.

 
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