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50 años de azucareras y maños en Jerez




A los maños y azucareros de Jerez.

El pasado 9 de octubre, día de San Dionisio, tuvo lugar la entrega anual de los premios Ciudad de Jerez que este año distinguían con su Premio Especial, a los trabajadores aragoneses de las azucareras, con motivo del 50 aniversario de su llegada a nuestra ciudad. Sirvan estas líneas como homenaje a la “comunidad maña” y a todos los azucareros.

Una historia que comienza hace más de un siglo.

Por elegir una fecha relevante, la historia de las azucareras en Jerez (1) puede empezar a contarse a partir del 15 de noviembre de 1897, cuando la Gaceta de Madrid anunciaba la subasta pública para la “Concesión de un canal de riego derivado del Río Guadalete”. Con un presupuesto inicial de 1.227.968 pesetas, este proyecto tenía como finalidad la construcción de una presa o azud en el “Vado de los Hornos” -lugar que acabaría siendo conocido como “La Corta”-, para poner en riego las vegas cercanas a El Portal (2).



Toda la comarca, y en especial la ciudad de Jerez, atravesaba entonces por una grave crisis marcada por el paro y los conflictos sociales que se había visto acentuada por la plaga de filoxera, desatada en 1984, y que terminaría por arruinar en poco tiempo todo el viñedo. No es de extrañar por ello que en estos años se alzaran voces pidiendo buscar alternativas al monocultivo de la vid.

Las propuestas pasaban, invariablemente, por la puesta en regadío de las mejores tierras del término (3). La construcción del Pantano de Guadalcacín, que habría de esperar aún más de una década, estuvo precedida por una iniciativa más modesta: los regadíos, de unas 2000 hectáreas, en las vegas de los Villares, El Torno, las Quinientas, El Palmar y El Portal. Promovida por la Sociedad Agrícola Industrial del Guadalete (4) supuso la construcción del azud de La Corta, una estación elevadora a vapor y una amplia red de canales y acequias para poner en riego 2000 hectáreas (5). En definitiva “un proyecto netamente modernizador de carácter agroindustrial que significaba un cambio muy apreciable” (6). Y todo con el propósito de introducir en las vegas del Guadalete el cultivo de la remolacha, para lo que se levantó también la primera fábrica de azúcar de nuestra provincia, la Azucarera Jerezana, en El Portal.

Iniciada su construcción en 1899, la vida de aquella azucarera fue muy corta. Pese a la puesta en regadío de una amplia vega, el contenido en azúcar de la remolacha cultivada ofrecía bajos porcentajes. El auge de esta industria en otras zonas del país (Zaragoza, León, Granada…) (7) y las dificultades económicas de la Sociedad promotora llevaron al cierre de la factoría en 1906 (8). La nave central y muchas de sus dependencias aún siguieron en pie durante varias décadas, sufriendo en algunas ocasiones, las crecidas del Guadalete que inundaban parcialmente sus instalaciones. Su maquinaria fue desmontada progresivamente y vendida a otras azucareras que, en esos años, habían iniciado también su andadura o realizaban ampliaciones.



Y aquí, en una de esas curiosas idas y venidas de la pequeña historia de las azucareras entra en juego un técnico mecánico, D. Nicolás Moliner Gallego, a quien encontramos en el mes de noviembre de 1919 desmontando en El Portal una de estas máquinas de la Azucarera Jerezana para trasladarla a la Azucarera del Jalón, en Épila (Zaragoza), donde trabaja. Su hijo, Salvador Moliner Ortega –quien se empleará años más tarde en la misma empresa- nacerá en Jerez durante la estancia temporal de su familia que regresará, cumplida la tarea, a la localidad aragonesa. Cincuenta años después, por esas paradojas de la vida, la Azucarera de Épila se cerrará y parte de su maquinaria se desmontará para ser trasladada a la nueva Azucarera de Jédula.

Arruinadas sus techumbres, la vieja Azucarera Jerezana mantiene aún en pie sus viejos muros. Las elegantes arcadas de ladrillo de su nave central y los restos de almacenes y dependencias, resistieron más de medio siglo para ser testigos de la vuelta de la industria azucarera a Jerez. Veamos a grandes rasgos como sucedió.



La vuelta de las azucareras a Jerez: medio siglo atrás.

Tras el abandono casi en su totalidad del cultivo de la remolacha en los campos gaditanos, será partir de los años 50 cuando vuelve a aparecer para sustituir parcialmente al algodón en los secanos de la provincia. Los agricultores que se aventuran de nuevo con este cultivo se ven obligados a transportar la remolacha a las azucareras de Granada (provincia que desde 1878 fue



pionera en estas industrias), a la sevillana de Los Rosales o a la cordobesa de Villarubia. Muchas son las voces que a lo largo de estos años insisten en la necesidad de construir una azucarera en Jerez, destacando sobre todas ellas las de Fermín Bohórquez Gómez, impulsor de la azucarera de Guadalcacín (9).

Así las cosas, el panorama cambiaría cuando en 1965 la compañía Ebro adquiere en Pozoalbero, junto a la pedanía de Guadalcacín, una finca de 33 hectáreas para construir una planta azucarera ante el empuje del cultivo en la provincia. Habría que esperar para ello a 1967, año en que se autorizó el cierre y el traslado de la Azucarera del Gállego (Zaragoza). Procedente de esta planta, en ese eterno ir y venir de los ingenios industriales sobre el que ya hemos hablado, llegó a Guadalcacín buena parte de su maquinaria (secaderos de pulpa y azúcar, calderas, molinos, tachas...), si bien la flamante instalación fabril, conocida primero como de Guadalcacín y desde 1969 como “Azucarera de Sevilla”, se dotaría de nuevos equipos que la convertirían en la más moderna y la de mayor capacidad de molturación de su época. En poco más de un año, Guadalcacín vio levantarse la planta azucarera que fue inaugurada el 9 de julio de 1968 por el ministro de Industria, D. Gregorio López Bravo, y el alcalde de Jerez D. Miguel Primo de Rivera. Ese mismo verano realizó ya su primera campaña de producción molturando casi 300.000 toneladas de remolacha a razón de 4.000 de media diaria. Todo un récord para la época. (10)



Al año siguiente, en 1968, Jerez contaría con una nueva factoría, la Azucarera del Guadalete, instalada en el flamante Polígono Industrial “El Portal”, junto a la vía férrea. Perteneciente a la Sociedad General Azucarera, la planta se creó tras el cierre y el traslado de la azucarera oscense de Monzón de Cinca, así como de otras pequeñas azucareras del Valle del Ebro, muchos de cuyos trabajadores, como sucedió con la de Guadalcacín, se vieron obligados a trasladarse a Jerez. Su primera campaña de molturación, en 1969, vino acompañada por el gran crecimiento de los cultivos de remolacha en todos los rincones de la campiña. Hasta 203 trabajadores, trasladados de otras azucareras del país, formaron su plantilla en la que no faltaron los maños de Monzón de Cinca (24 trabajadores), Alagón (7 t.), La Puebla de Híjar (3 t.) o Zaragoza (15 t.). La historia de esta azucarera ha sido objeto del interesante libro del historiador, investigador y azucarero Manuel Ramírez López, “Azucarera de Guadalete. 50 años en Jerez” un trabajo indispensable al que remitimos a los lectores para conocer la evolución del sector azucarero en Jerez (11).



El triángulo de las azucareras se cerraría un año más tarde con la construcción de una nueva planta en Jédula a la que llegaba un ramal del antiguo Ferrocarril de la Sierra que, aunque nunca llego a funcionar, estuvo activo hasta esta fábrica. La Azucarera de Jédula, perteneciente a la Compañía de Industrias Agrícolas (C.I.A.), inició su construcción a lo largo de los años 1968 y 1969 y llevaría a cabo su primera campaña en 1970. Una parte importante de su maquinaria y de su plantilla, procedía de la Azucarera del Jalón, industria pionera en España que había iniciado su andadura en 1904 en la localidad zaragozana de Épila y que fue hasta su cierre el mayor complejo industrial azucarero del país con una plantilla que llegó a contar con 1400 operarios. Desde Épila y la cercana localidad de Lumpiaque, casi cien familias se trasladaron a residir en Jerez formando una de los más nutridos grupos de maños de Jerez.



Azúcar amargo: de la época dorada al cierre de azucareras.

Las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado son también las del auge de la remolacha y de las azucareras en las campiñas gaditanas. Son los años en los que el cultivo alcanza su mayor expansión, llegando a superar en sus momentos culminantes las 50.000 hectáreas de superficie, que situaban a la provincia de Cádiz a la cabeza nacional llegando a concentrar el 25% de la



producción española y el 60% de la andaluza (12). En esta “época dorada” de las azucareras, las producciones de remolacha provienen por orden de importancia, de los términos de Jerez, Arcos, Medina, Vejer, Conil y Villamartín, recibiéndose también de municipios de la provincia de Sevilla. En estos años de gran producción llegó incluso a proyectarse la ubicación de una nueva planta en el cruce de Las Cabezas. Sin embargo, el mismo Estudio apunta ya problemas preocupantes en la década de los 80: “El exceso de oferta existente, tanto a nivel nacional como europeo, hace que este cultivo, de gran trascendencia en la economía gaditana, se encuentre contingentado, fijándose objetivos de producción a nivel nacional mediante cupos. participa en un 15%-20% de la producción nacional de remolacha, consiguiéndose actualmente, y a través de múltiples negociaciones cupos extras, incluso en detrimento de los de otras provincias” (13).

Las azucareras y el cultivo de la remolacha trajeron trabajo y prosperidad, pero también hubo contrapartidas negativas derivadas, fundamentalmente, del grave impacto ambiental que causaron en sus primeros años (14). Ya en el verano de 1969, los vecinos de El Portal y el Ayuntamiento de El Puerto de Santa María denunciaban como la contaminación de las aguas del río, a las que vertía la Azucarera del Guadalete, habían ocasionado un grave daño en la fauna piscícola que no llegó a recuperarse pese a la instalación de balsas de decantación y sistemas de depuración que, al parecer, no llegaron a funcionar correctamente.



Los malos olores propios de estas instalaciones se denunciaron también en Jédula y en Guadalcacín, cuya azucarera se vio obligada a trasladar sus balsas a un paraje aislado en las cercanías de las Mesas de Asta, ocupando el vaso de la antigua Laguna de Las Mesas, en plena marisma, como lo hiciera la Azucarera de Guadalete en la laguna de Las Quinientas. Ambos espacios naturales quedaron destruidos si bien hoy se encuentran ya en vías de recuperación (15).

Desde hace casi dos décadas, la pequeña historia de las azucareras, la “dulce” historia del cultivo de la remolacha y de la industria del azúcar comenzó a amargarse. Las políticas agrarias comunitarias (PAC), las regulaciones del mercado y de producciones, la OCM, la asignación de cupos, las bajadas de precio de la remolacha, las fusiones empresariales, los intereses de las multinacionales de la alimentación… trajeron como consecuencia el declive y el cierre de las plantas de Jédula (2001) y de Guadalcacín (2007), siendo desmantelada a lo largo de 2008.



Cincuenta años después de la instalación de las azucareras en la campiña de Jerez, el futuro es, cuando menos, incierto. La Azucarera del Guadalete, única factoría superviviente del “glorioso” pasado azucarero jerezano, pasó a ser propiedad en 2009 del grupo británico ABF, quien ha realizado una gran renovación de la planta jerezana incorporando en 2011 una nueva refinería de azúcar y consolidándose como una de las más importantes azucareras de España. De la misma manera, el declive de la industria ha traído también como consecuencia el de los cultivos, un horizonte que nadie hubiese previsto hace cincuenta años, cuando la campiña era un “mar de remolacha” y las azucareras empleaban directamente, durante sus largas campañas estivales a más de mil trabajadores. Cincuenta años después, el azúcar se vuelve un poco amargo en el recuerdo.

Para saber más:
(1) Para conocer a fondo la historia de las azucareras en Jerez hay que consultar el magnífico trabajo de Manuel Ramírez, historiador, investigador y azucarero quien además de una seré de artículos sobre el tema ha publicado recientemente: Ramírez López, M.: Azucarera de Guadalete. 50 años en Jerez, Tierra de Nadie editores, 2018.
(2) “Concesión de un canal de riego derivado del Río Guadalete”, Revista de Obras Públicas, 1897, Tomo II, nº 1157, pp. 587-590. De esta publicación hemos obtenido los datos más relevantes que se exponen en el artículo.
(3) Historia y Geografía del hábitat rural de Jerez, Asociación para el Desarrollo Rural de la comarca de Jerez, 1999, pp. 14-16
(4) Peñuela Jiménez, A.:Sociedad Agrícola Industrial del Guadalete”, en Aportes para una Historia de la Banca en Andalucía. 1780-1936. Disponible en:
https://bancaandalucia.blogspot.com.es/search/label/Sociedad%20Agr%C3%ADcola%20Industrial%20del%20Guadalete, consultado el 10/10/2019.
(5) García Lázaro, J. y A.:La corta. Breve historia de un antiguo azud que está siendo demolido”, Diario de Jerez, 8 de abril de 2018. También puede consultarse en http://www.entornoajerez.com/2018/04/la-corta-breve-historia-de-un-antiguo.html
(6) Montañés, E.: Transformación agrícola y conflictividad campesina en Jerez de la Frontera (1880-1923), Biblioteca de Urbanismo y Cultura, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1997, p. 103. Sobre esta cuestión, puede consultarse también Boletín de la Cámara Agrícola de Jerez, mayo de 1897.
(7) Biel Ibáñez, M.ª Pilar.: "El patrimonio industrial remolachero en Aragón: estado de conservación, catalogación e intervención.", en Patrimonio cultural, remolacha y nuevas tecnologías. Castillo Ruiz, J. y Romero Gallardo, A., (Coords), Universidad de Granada 2018, pp. 163-165
(8) Sobre las diferentes razones que llevaron a cerrar la Azucarera Jerezana pueden consultarse Ramírez López, M.: Azucarera de Guadalete…, pp.:35-49; Romero Rodríguez, J.J. y Zoido Naranjo, F.: Colonización agraria en Andalucía: estudios sobre las actuaciones para la transformación del espacio rural en las provincias de Cádiz y Córdoba., Secretariado de Publicaciones de la Universidad, Sevilla, 1977, p. 51; Montañés, E.: Transformación… p. 160; Commercial Relations of the United States with Foreign Countries, Volumen 1, 1909, p. 392.
(9) Simó, J.P.: “Azúcar amargo”, Diario de Jerez, 3 de febrero de 2008
(10) Simó, J.P.:Azúcar amargo” …; García Lázaro, J. y A.:Azúcar amargo: breve recorrido por un siglo de azucareras en la campiña”, Web Entorno a Jerez, 08/08/2013 y Ramírez López, M.: Azucarera de Guadalete…, pp.:54-60.
(11) Ramírez López, M.: Azucarera de Guadalete. 50 años en Jerez, Tierra de Nadie editores, 2018
(12) Zoido, F. (Dir.). Cádiz y su provincia. Ediciones Gever. Sevilla 1984, pg. 150.
(13) Estudio Económico de la Provincia de Cádiz. Análisis descriptivo y diagnóstico de la situación actual. Diputación de Cádiz. 1983. pg. 98-99.
(14) Clavero Salvador, J.: Guadalete, río del olvido, Pliegos de Opinión, nº 0, Jerez, junio de 1985, pp. 15-16.
(15) García Lázaro, J. y A.:Por la laguna de Las Quinientas. Un antiguo humedal en vías de recuperación”, Diario de Jerez, 11 de febrero de 2018.

García Lázaro, J. y A.:Azúcar amargo: breve recorrido por un siglo de azucareras en la campiña”, Web Entorno a Jerez, 08/08/2013, http://www.entornoajerez.com/2013/07/azucar-amargo-breve-recorrido-por-un.html. El presente artículo, está basado, con las oportunas modificaciones en este trabajo anterior que citamos.


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Puedes ver otros artículos relacionados en nuestro blog enlazando con El medio y sus productos, El paisaje y su gente, Miscelánea.

Por los Llanos de la Ina con don Rodrigo y Orelia.
La Batalla de Guadalete en la versión de Antoine de Latour (I).




Entre los hechos históricos que han marcado de manera determinante la Historia de España, se encuentra sin duda la conocida como Batalla de Guadalete que supuso la desaparición de la Hispania visigoda. En diferentes ocasiones, nos hemos ocupado en esta ventana a la historia y a los paisajes de la campiña que pretende ser “Entornoajerez”, de este singular episodio bélico del que hace unos años, en julio de 2011, se cumplieron los XIII siglos de su conmemoración.

Aunque en lo relativo a las fechas en las que aconteció la famosa batalla hay bastantes coincidencias (entre el 19 y el 26 de julio del 711), en lo relativo al espacio físico donde la contienda tuvo lugar existen no pocas discrepancias. La Laguna de la Janda, las orillas del río Barbate, los alrededores de Medina sidonia o Vejer, las tierras de Sidueña o los campos de Sangonera, en Murcia… son algunos de los escenarios donde diferentes historiadores han ubicado a lo largo de esos últimos siglos este decisivo enfrentamiento.

Sea como fuere, en la historiografía tradicional y aún en el imaginario colectivo, se habla siempre de la batalla de Guadalete para aludir a este suceso histórico y que historiadores como Claudio Sánchez Albornoz ubican en las orillas del Wadi Lakka, nuestro Guadalete. No es de extrañar por ello que, dada la cercanía del río a nuestra ciudad, muchos autores han vinculado algunos parajes de la campiña jerezana próximos al Guadalete, con el posible escenario de esta batalla, aunque a nadie escapa que a falta de fundamentos históricos se recurra especialmente a los literarios y aún a las leyendas. Este es el caso del paraje de los Llanos de Caulina, donde la sitúa el historiador gaditano Adolfo de Castro, entre otros, y del que ya nos ocupamos en otro artículo.



En nuestro paseo de hoy por los paisajes de la literatura y de la historia, en torno a Jerez, recorreremos los Llanos de la Ina y los alrededores del monasterio de La Cartuja y Lomopardo donde sitúa el escenario de aquella batalla el escritor francés Antoine de Latour.

Con Antoine de Latour por los Llanos de la Ina.

Considerado como uno de los primeros hispanistas franceses, Antoine de Latour llega a nuestro país en 1848 residiendo en Sevilla. Allí trabajó como secretario de los Duques de Montpensier, quienes habían instalado en esta ciudad su “corte” tras salir de Francia, agitada en aquellos años por los episodios convulsos que darían lugar a la segunda república. Nuestro personaje, como era habitual en todos los ilustrados, visita Jerez mostrando su admiración por los “inmensos campos de viñas” que encuentra en el camino que recorre desde El Puerto de Santa María. En el relato de su viaje no faltan referencias a la ciudad y a sus numerosas y afamadas bodegas, sus calles, al Alcázar, al monasterio de La Cartuja o al embarcadero de El Portal. Pero si algo llama la atención en sus consideraciones son sus amplias referencias a la Batalla del Guadalete.

En el prólogo del libro “La Bahía de Cádiz de Antoine de Latour”, Juan Manuel Suárez Japón repara también en el interés del escritor francés por este trascendental episodio bélico señalando que “…el Latour viajero y curioso, observador y narrador versátil, se nos marcha tras su imaginación desatada y romántica hasta el cercano Guadalete donde él decide situar el recuerdo de la batalla final de D. Rodrigo” (1). Vamos nosotros, de la mano de sus escritos y fabulaciones a recorrer de nuevo estos parajes, “testigos” de la batalla.

La visita al Monasterio de la Cartuja ha sido una constante en todos los viajeros que han pasado por Jerez (2). Latour cumplirá también con este rito (3) y, al describir los alrededores del monasterio anota: “… el río rodeaba melancólicamente el campo de batalla de don Rodrigo para perderse luego en la serranía de Ronda, llena también del recuerdo de los moros”. Tras dirigir su mirada a los Llanos de la Ina no puede por menos que evocar los episodios históricos



a los que añade tintes épicos: “Esta llanura del Guadalete es uno de esos circos que parecen formados para siempre para presenciar el desenlace, en un día determinado, de algunos de los enormes dramas que marcan las fases de la historia. Detengámonos un momento ante aquella fecha fatal de 711 y ante la gran catástrofe que tanto sitio ocupó en los anales de España… ¿Cómo narra la historia el brusco final de la dominación goda? Digo la historia y no los historiadores pues si los modernos, instruidos en una crítica más difícil y en una ciencia más exacta desecharon rigurosamente la leyenda, los antiguos fueron menos escrupulosos”.

Latour pasa revista a los relatos que sobre la Batalla de Guadalete escribieron los autores más relevantes. Critica la falta de rigor y el exceso de fabulación del padre Mariana quien en su monumental obra Historia general de España (1592), a decir de Latour, “no rechaza lo que la imaginación algo crédula de sus compatriotas fue añadiendo al primitivo relato de la caída de Don Rodrigo”. Al referirse a otro famoso historiador, Antonio Conde y a su célebre obra Historia de la dominación de los árabes en España (1820), le reconoce el mérito de fundamentar sus estudios de manera más sólida al ser “quien primero consultó en los autores árabes los elementos de su narración”, desterrando así muchos episodios procedentes de la leyenda y del que dice que “ni siquiera nombra a la hija del conde Julián” a quien todos los relatos de la historiografía más tradicional habían mencionado como un personaje “histórico”, y a quien autores anteriores venían asignando un papel importante en los hechos que desencadenaron la Batalla.

Latour elogia también los estudios de Modesto Lafuente, otro célebre historiador decimonónico que publica su gran obra Historia general de España (1850-1857) en los años en los que nuestro escritor francés reside en Sevilla. De sus aportaciones sobre los hechos de Guadalete dice Latour: “don Modesto Lafuente que en España y en el momento en que escribo eleva a su país un monumento en el que cada parte nueva extiende y consagra su autoridad, recuerda la tradición, pero ajustándose, como Conde, a las causas verdaderas y a los hechos incontestables”. Antoine de Latour está dispuesto a ser riguroso en su relato sobre la Batalla de Guadalete, pero deja entrever que no desdeñará las referencias que aporta la leyenda: “Sería mala voluntad por mi parte el no seguir tales ejemplos, aunque más adelante enfrente la tradición a la historia y busque la parte de verdad que en alguna medida se mezcla siempre a la fábula”.

La batalla de Guadalete según Latour.

Así las cosas, Latour relata como Teodomiro, lugarteniente de Roderico al mando del ejército godo, hace frente con mil setecientos jinetes a los doce mil hombres mandados por Tareg-ben-Zain (Tariq) a quienes no puede contener en Algeciras. La petición de ayuda a Roderico lo sorprende en el norte luchando contra los partidarios de Witiza: “intentó inmediatamente aliarse con ellos frente a aquellos que él, ignorante de la traición, llamaba el enemigo común… Roderico envió rápidamente lo que le quedaba de la caballería para reforzar el insuficiente ejército de Teodomiro. Esta ayuda, de por si escasa, llegó agotada e incapaz de detener las incursiones que ya habían alcanzado Medina Sidonia”.

Llegados a este punto del relato Latour comienza con las primeras concesiones a la fábula cuando escribe “el 25 o 26 de julio de 711, los dos ejércitos se encontraron a orillas del Guadalete cerca del lugar donde más tarde se elevaría Jerez. El lugarteniente del emir, en una carta que envió a Muza tras la batalla, cuenta que Roderico avanzaba en el combate sobre un carro adornado con mármol y tirado por dos mulas blancas. Tenía sobre la cabeza una corona de perlas y sobre sus hombros un manto púrpura bordado en oro”. Y sabedor del componente fabuloso de esta parte de su relato, que Latour ha recogido en la historiografía clásica citado por otros muchos autores, añade: “este detalle parece verosímil conocido el gusto de los bárbaros por el fasto”.

Tras los primeros enfrentamientos, descritos por el hispanista francés en términos épicos, y ante el estancamiento de la batalla, Tariq, al ver flaquear a sus tropas arenga a los soldados: “Conquistadores del Magreb, ¿adónde vais? ¿adónde os lleva una huida tan vergonzosa e imprudente?, delante de vosotros está el enemigo y detrás el mar. El único refugio está en vuestro valor y en la ayuda de Dios. Haced, musulmanes lo mismo que yo”.

Latour guarda para el desenlace de su relato un final épico y novelesco, muy al gusto de los escritores románticos. Así, Tariq, después de jalear a sus “voluntarios de la fe”, dando ejemplo de arrojo y de valor “… lanzó su caballo contra las filas enemigas buscando a Roderico con mirada fiera. El rey, por su parte, había descendido de su carro y mandado traer a su caballo Orelia. Si creemos a los historiadores árabes apenas si tuvo tiempo de ponerse a la defensiva: Tareg, se lanzó sobre él con todo el furor de su caballo y lo atravesó con su lanza y derribándolo le cortó la cabeza que envío al emir como testimonio de su victoria. Los moros, siguiendo su ejemplo se lanzaron sobre los cristianos con renovado ardor e hicieron una horrible matanza: “durante mucho tiempo, cuenta el historiador árabe, esta tierra permaneció cubierta de huesos blanqueados…”. “Así termina la batalla del Guadalete, así acaba la monarquía de los godos en España…”.



Para saber más:
(1) La Bahía de Cádiz de Antoine de Latour. Traducción y notas: Lola Bermúdez e Inmaculada García. Diputación de Cádiz., 1986. De esta obra (pp. 123-134) han sido tomadas las citas textuales entrecomilladas.
(2) Clavijo Provencio, R.: Jerez y los viajeros del XIX. B.U.C. Jerez, 1989. A este respecto puede también consultarse el libro de este mismo autor Viajeros apasionados. Testimonios Extranjeros sobre la provincia de Cádiz 1830-1930. Diputación de Cádiz, 1997.
(3) García Lázaro, J. y A.: Signos y dibujos en el patio de La Cartuja. Un paseo con Antoine de Latour, Diario de Jerez, 8 de noviembre de 2015.


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Para ver más temas relacionados con éste puedes consultar: Paisajes con Historia, XIII siglos. Batalla de Guadalete, Los Llanos de Caulina como escenario de la Batalla de Guadalete: la versión del historiador Adolfo de Castro
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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 26/11/2017


La gran riada



Hace 100 años, el 7 de marzo de 1917, tras unos días de intensas lluvias en toda la provincia y, especialmente en la Sierra de Grazalema, el Guadalete y sus afluentes registraron una gran avenida que asoló la campiña.

La "gran riada" se llevó por delante los puentes de Villamartín, Arcos, Junta de los Ríos y el Sifón del acueducto de Tempul en La Florida, dejando cortadas las carreteras, aisladas las poblaciones de la campiña y a Jerez sin agua potable...

Para recordar el centenario de este episodio histórico, realizamos una serie de cuatro reportajes sobre el impacto de la riada en los pueblos de la Sierra, en Arcos, en la campiña de Jerez y en Jerez y el Puerto de Santa María que hemos recogido conjuntamente en una publicación de 54 páginas -la quinta monografía de "Entornoajerez"- que hoy les ofrecemos.  Esperamos que les guste.

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La historia de los barcos del pasaje entre El Puerto y Cádiz.
El Vapor del Puerto, la herencia de una tradición.




El próximo 30 de agosto se cumplirán seis años de la aciaga tarde en que el Adriano III, el popular y emblemático Vapor del Puerto, se hundió tras chocar con la dársena de Cádiz. Cuando lo reflotaron se varó en el Guadalete, donde sigue, abandonado a su mala suerte, irrecuperable y con aspecto de estar momificado. De nada sirvió que la Junta de Andalucía lo declarara BIC (Bien de Interés Cultural) en 2001 y poco o nada hicieron para recuperarlo las autoridades “competentes” -salvo pasarse la ‘pelota’ unas a otras- ni el empresario que adquirió el Vapor tras irse a pique y que se comprometió a ponerlo de nuevo a navegar.

Concluyó entonces la vida de la saga de las tres motonaves Adriano que unieron El Puerto y Cádiz durante 81 años, la penúltima etapa de una historia que comenzó a fines del siglo I antes de nuestra era, cuando el todopoderoso patricio gaditano Balbo ‘el Menor’ mandó abrir en las arenas de la flecha litoral de Valdelagrana, ‘a pala y azada’, la actual desembocadura del Guadalete para establecer, en el entorno del Castillo de San Marcos, las infraestructuras portuarias del Puerto Gaditano, el puerto comercial de Gades, que lo fue hasta que en el siglo IV El Puerto comenzó su propia historia, segregado de la metrópolis de la que nació y de la que formó parte. Desde entonces la comunicación fluvio-marítima entre El Puerto y Cádiz fue en consonancia al grado de desarrollo poblacional y económico de ambos enclaves en el curso de la Historia.

Un monopolio de los duques de Medinaceli.

Con algunos destacados antecedentes, como su mención en las Cantigas de Santa María de Alfonso X (la 368), no será hasta fines del siglo XV cuando las fuentes documentales comiencen a hacerse eco, ya de forma ininterrumpida hasta nuestros días, de los ‘barcos del pasaje’ entre El Puerto y Cádiz, que tradicionalmente fueron faluchos pesqueros (arbolados con un palo inclinado a proa -la entena- y vela latina) adaptados a su nuevo quehacer. Por vez primera, que se sepa, en 1489, cuando el concejo de Jerez mostró sus quejas al portuense porque a los pasajeros jerezanos se les cobraba por la travesía medio real en vez de los 6 maravedís que estaban estipulados, desde fecha incierta.

Ya entonces el tráfico de pasajeros estaba monopolizado por los señores jurisdiccionales de El Puerto, los duques de Medinaceli, que lo eran desde 1370, y en sus manos continuó –siempre explotado por vía de arrendamiento- hasta 1743, catorce años después de que la ciudad dejara de ser un señorío para convertirse (1729) en ciudad realenga. Entonces, una Real Orden de Felipe V eliminó el presunto derecho del monopolio por no tener base legal alguna y que sólo se sustentó durante siglos, decía el documento, por ‘la tolerancia anticuada’.

Años atrás, hacia 1680, cuando en Cádiz se estableció la cabecera de las flotas de Indias y la bahía comenzaba a vivir un notable crecimiento a impulsos del tráfico comercial con América, el servicio de los ‘barcos del pasaje’ se “liberalizó”, pudiendo los barqueros portuenses y gaditanos desde entonces cubrir la travesía con sus propios faluchos; eso sí, teniendo que satisfacer, entre otras prestaciones, una renta a las arcas ducales.

Las festivas travesías

Numerosos viajeros -en torno a un centenar- que conocieron, por vividas, las travesías en los ‘barcos del pasaje’, escribieron de ellas: viajeros ilustrados y románticos, afamados escritores o en ciernes de serlo, militares, diplomáticos, aventureros… Antonio Ponz, José María Blanco White, Antonio Alcalá Galiano, Fernán Caballero, Pedro Antonio de Alarcón, Pío Baroja, Alejandro Dumas, Théophile Gautier, Antoine de Latour, Charles Davillier… Acaso el testimonio más antiguo, de 1594, está en el diario que a modo de una guía de viaje escribió monseñor Camilo Borghese, a quien el Papa Clemente VIII envió como nuncio ante la corte de Felipe II, y que entonces recaló en El Puerto procedente de Sanlúcar. Hizo carrera monseñor, pues en 1605, a los once años de su travesía de El Puerto a Cádiz, fue elegido Papa con el nombre de Pablo V. Pregúntenle a Galileo por él.

Los viejos documentos de archivos y los testimonios de los viajeros permiten conocer las señas de identidad que eran propias a las travesías, principalmente durante el último tercio del luminoso siglo XVIII y la decadente primera mitad del XIX. Así, por ejemplo, las broncas y peleas mantenidas en el muelle de la Pescadería portuense (frente al Castillo de San Marcos) entre los barqueros y caleseros por hacerse con los pasajeros; la tradición, tras salvar la sempiterna barra del Guadalete, que tantos naufragios y víctimas se cobraba, de ofrecer una oración a quienes habían fallecido en tan traicionero lugar y hacer una colecta para oficiar misas por el eterno descanso de los difuntos; la vieja costumbre, mantenida durante siglos -la inmortal picaresca española-, de exigir a los incautos viajeros extranjeros una cantidad de más por el pasaje una vez en mar abierto; o los tumultuosos embarques de los gaditanos para asistir a las célebres corridas en el coso portuense y a la Feria de la Victoria, de los que nacieron populares sainetes -p. ej., Los faluchos del Puerto (1834)- y popularísimas canciones, como Los toros del Puerto (1841), la canción más popular en la España de la segunda mitad del XIX: “dio la vuelta a Europa”, dijo de ella Antoine de Latour; que comenzaba con el evocador pregón…“¡Que vivan los cuerpos güenos / que viva la gente crúa! / Avechucho, / atrácame ese falucho.”

Y es destacable la insistencia de muchos autores –nacionales y extranjeros- por remarcar el carácter festivo con que los pasajeros, mayormente de las clases populares, vivían las travesías, con frecuencia convertidas, si el tiempo acompañaba, en diversiones populares improvisadas y envueltas por la luz, el aire, el horizonte y el cielo de la mítica bahía gaditana. Era entonces el tiempo de las risas, los chascarrillos, de cantar romances y canciones ‘picantes’ de las que circulaban por la Baja Andalucía a fines del XVIII, los primeros balbuceos del flamenco, las voces altas y subidas de tono…, sobre las que en 1794 Blanco White, que aunque sevillano de cuna era más que medio inglés, intentaba explicárselo a sus lectores ingleses diciéndoles que eran “como una especie de tiroteo conversacional”.

Los vapores (1841-1929)



A partir de la década de 1840 todo comenzó a cambiar con la llegada de los modernos vapores. Y ante la imposible competencia, los viejos faluchos empleados en las travesías fueron paulatinamente desapareciendo hasta extinguirse durante el último tercio del XIX. Los primeros vapores fueron el Coriano y el Betis, éste, el primer vapor abanderado en España, construido en 1817 en el trianero astillero de Los Remedios, en el que en julio de 1843 embarcó, en el muelle del Vapor, el general Espartero, recién depuesto como regente del reino, para comenzar, vía Cádiz y Gibraltar, su destierro en Inglaterra.

Les sucedieron, siempre con base en Cádiz por ser gaditanos o radicados en Cádiz sus armadores, el Veloz, el Infante Don Enrique (que en el verano de 1846 remontó el Guadalete hasta El Portal para recoger a los aficionados taurinos jerezanos), el Andaluz, el Nerea, el Hércules, el Relámpago, el Pensamiento, el Algeciras, el Mazeppa…, hasta que en 1872 comenzó una dilatada etapa -prolongada durante 57 años- en la que el servicio de los vapores entre El Puerto y Cádiz estuvo en manos de la empresa que entonces fundó el naviero gaditano Antonio Millán Carrasco y que con los años llevaron sus hijos. Los vapores que cubrieron las travesías fueron el San Antonio, el Luisa, el Emilia, el Puerto de Santa María, el Puerto Real, el Mercedes, el Violeta, el Cristina y el Cádiz, que fue el último vapor, el que en la noche del 9 de julio de 1929, atracado como de costumbre en el muelle del Vapor, explotó al quedarse la caldera sin agua y se fue a pique, dejando inservible el muelle.

Las motonaves Adriano (1930-2011)



De inmediato, el gerente de la empresa, José María Millán, marchó a Sevilla, donde se celebraba la Exposición Iberoamericana, y contactó con Antonio Fernández ‘el Adriano’, que de su Galicia natal había llegado para visitar el pabellón de Cuba -a donde de joven emigró buscando fortuna, y bien que la encontró- y para poner en servicio entre Sevilla y el sanluqueño muelle de Bonanza, mientras durase el evento y con miras turísticas, el barco que en 1927 diseñó y construyó en la ferrolana playa de Maniños, el Adriano I. Millán le propuso hacerse cargo de la travesía a condición de que la empresa familiar continuara siendo la consignataria de la línea. Antonio Fernández aceptó la propuesta. Y el Adriano I se hizo andaluz.

Aunque no se construyó para navegar por mar abierto sino por la ría de Ferrol -apenas tenía calado, era plano-, el primero de los Adriano tuvo una buena y larga vida, un cuarto de siglo surcando a diario la bahía. A partir de 1934 -cuando los Millán dejaron de ser los consignatarios- las travesías las compartió, hasta que se “jubiló” en 1955, con un hermano menor, el Adriano II, también nacido en aguas gallegas, donde dio sus primeros pasos en 1932. Que tenía una traza más elegante y un aire más marinero que el primero, y más amplio, con capacidad para 400 pasajeros en sus tres alturas, cubierta, sobrecubierta y toldilla. Y lo que era más importante: lo construyó Antonio Fernández pensando en el calado del río y en las corrientes y vientos reinantes en la bahía gaditana. Este era el del célebre pasodoble ‘Vaporcito del Puerto’ de Paco Alba que cantaron Los hombres del mar en el Carnaval de 1965 y desde entonces entonado como el himno de la bahía gaditana no oficial que para muchos es (a veces rematado con el Asturias patria querida).



Compartió las travesías con el última de la saga, el Adriano III, hasta 1982, el que se construyó en 1955 en la ría de Vigo; ya saben, el BIC que dejó de escribir su propia historia y que por la negligencia de unos y la desidia de otros se convirtió en un RIP.

Los tres Adriano -los ‘vapores’ que no lo eran- siempre irán asociados a la figura de José Fernández Sanjuán (1909-2001), sobrino de El Adriano y para todos, ‘Pepe el del Vapor’. Una institución de la bahía y todo un ejemplo de vocación y entrega a un oficio, a una sociedad y a un paisaje, uniendo a diario Cádiz y El Puerto durante 68 años.

La editorial portuense El Boletín que dirige Eduardo Albaladejo acaba de publicar De El Puerto a Cádiz. Los barcos del pasaje en la bahía de Cádiz (siglos XV-XXI), donde también rememoro las otras líneas que existieron: de Cádiz a Puerto Real, los vapores del Dique de Matagorda, los ‘barcos de la hora’ de Rota, la navegación por los caños de San Fernando y Chiclana…

Hoy la historia de los ‘barcos del pasaje’ continúa con el servicio que desde 2006 prestan los catamaranes entre El Puerto y Cádiz y de Rota a Cádiz, herederos de aquellos viejos faluchos, vapores y motonaves que cruzaron la bahía -al menos- durante 500 años, día a día, como se conforman las pequeñas-grandes historias de la cotidianidad.

Enrique Pérez Fernández

Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto. Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 25/06/2017

 
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