La “piel” del bosque.
Una jornada de descorche en Los Alcornocales (I).




En feliz expresión del escritor y periodista Oscar Lobato, “si los sueños de infancia se tornasen reales serían el Parque Natural de Los Alcornocales”. Y no le falta razón ya que este valioso enclave, situado en el extremo sur de la Península Ibérica, a caballo ente dos continentes, alberga rincones de ensueño, parajes de gran belleza y diversidad que sirven refugio a numerosas especies de flora y fauna, muchas de las cuales se encuentran en peligro de extinción.

Este espacio natural, que cruza la provincia de Cádiz de norte a sur desde la Sierra de Grazalema hasta el Estrecho y que se adentra también parcialmente en la de Málaga, encuentra su mayor singularidad en su gran riqueza forestal. En sus montes se desarrolla la mayor y mejor conservada masa de alcornoques de Europa, una auténtica y extensa “selva mediterránea” en la que el alcornocal se extiende por más de 80.000 hectáreas, casi la mitad de la superficie del Parque Natural.

El hombre ha mantenido desde antiguo una íntima relación con estos bosques de los que se sirvió durante siglos para el aprovechamiento de la caza y la leña, de la madera y el carboneo, para el pastoreo de sus ganados y, más tarde, para la explotación corchera, actividad que en nuestros días constituye una de las principales fuentes de riqueza de esta comarca.



Cada año, al llegar el verano, se realiza la saca del corcho, el descorche, operación que deja desnudos a los alcornoques y que se repite cada nueve años, tiempo mínimo en el que los árboles regeneran su peculiar corteza protectora, el corcho.

Una jornada de descorche.

Hace unos años tuvimos ocasión de conocer de cerca una jornada de descorche gracias a la iniciativa del Grupo de Desarrollo Rural de Los Alcornocales y en el marco de una campaña de divulgación del producto corchero (“Naturalmente corcho”) y desde entonces quedamos ya atrapados por estos parajes. Con los amigos de Genatur organizando la actividad, nos concentramos una mañana de julio al despuntar el día en el Centro de Visitantes El Aljibe, en Alcalá de los Gazules, desde donde un autobús nos trasladó hasta la entrada de la finca El Jautor. En vehículos todo-terreno nos internamos después en el alcornocal por una pista forestal que nos conduce hasta el lugar en el que la cuadrilla de corcheros realizaba sus trabajos. Lo que sigue es el relato de aquella experiencia, y de las tareas que, cada año, se repiten en cualquier rincón de Los Alcornocales.

Nuestra visita comienza en el “patio de corchas”, donde nos han dejado los vehículos. El patio es un gran claro del bosque a orillas del carril principal que recorre estos montes, donde se apilan las panas de corcho, tras ser pesadas en la cabria, esperando que llegue el camión para su traslado a las fábricas. Hasta aquí son traídas a lomos de mulas por los arrieros, que las han cargado en los tajos, en el interior del alcornocal.



El paraje donde nos encontramos, cercano a la casa de La Alcaría, en las faldas del Cerro del Toro y no lejos de la Piedra del Padrón, ofrece unas magníficas vistas de los perfiles de la Sierra del Aljibe y del Pico del Montero. Estos montes, donde confluyen los términos de Alcalá, Jimena y Castellar, están cubiertos por densos alcornocales, masas forestales que en este territorio son conocidas como mohedas o “mojeas”.

Desde el patio de corchas -al que luego volveremos- nos internamos por la pista en el alcornocal, en busca de una empinada ladera donde la cuadrilla de corcheros tiene hoy el tajo. Siempre que caminamos por estos parajes de Los Alcornocales no podemos sino recordar las hermosas descripciones y referencias que se recogen en “El mundo de Juan Lobón”, la novela de Luis Berenguer, que es ya un “clásico”, cuya lectura resulta imprescindible para quienes quieran conocer este territorio.

Al poco, en un recodo del camino, nos sale al paso el capataz de la cuadrilla, Juan Jiménez Yuste (también conocido como “Juan el Barbas”, como el mismo señala), veterano arriero y corchero alcalaíno que ha faenado en buena parte de los montes de Cádiz y Málaga y en algunos otros de las provincias de Huelva y Córdoba. Con la pasión propia de quienes aman su oficio, relata sus idas y venidas por estos montes y recuerda con nostalgia el viaje a pie –impensable hoy día- que por carriles, senderos y cañadas realizó hace muchos años con sus mulos en unas cuantas jornadas desde Alcalá a las sierras cordobesas de Hornachuelos donde reclamaban entonces su trabajo.

Las faenas de los corcheros.



En el interior del bosque se despliega una actividad frenética y los 14 o 15 miembros que forman la cuadrilla faenan con rapidez, avanzando ladera arriba entre los árboles. Los alcornoques recién “pelados” llaman la atención por el color anaranjado de sus troncos, desprovistos ya del corcho, que quedan ahora más expuestos a las inclemencias y durante un tiempo son también más vulnerables a todo tipo de daños. En el tajo cada cual realiza su tarea, con una división del trabajo perfectamente organizada.

Los sacadores, peladores o “hachas” son los encargados de separar el corcho del tronco, lo que exige una gran pericia para qué no resulte dañada la “capa madre” del árbol con heridas (cortes o “espejos”) que puedan facilitar después el ataque de los hongos o de los insectos perforadores de la madera. Los golpes de hacha deben ser, por tanto, certeros y medidos y no es de extrañar que, como indica el capataz, para aprender y dominar este oficio se necesitan unos años, “cuatro o cinco pelas por lo menos”. Los “hachas” trabajan por parejas o “colleras” en alguna de las cuales, junto a los corcheros experimentados siempre encontramos algún “novicio”, como se denomina en el monte al aprendiz que realiza sus primeras temporadas en la saca.

Con cierta preocupación, el veterano capataz, curtido en decenas de temporadas de descorche, comenta que “este oficio se está perdiendo… Se necesitan maestros, gente que enseñe a los jóvenes, porque un corchero tarda años en aprender… Hay chavales que dan el avío… pero no son maestros”.

Para descorchar un chaparro los peladores veteranos trazan el “hilo” –cortes verticales – y el “atarrijo” –cortes en horizontal- con gran rapidez y seguridad, definiendo así las piezas de corcho en las que dividen el tronco y que separan del árbol ayudándose con el extremo del mango del hacha, en forma de cuña. A veces utilizan una escalera para acceder a los árboles más altos o una pértiga, para terminar de separar las panas que quedan en las ramas. Nos llama la atención un bote que cuelga al cinto de uno de los hachas: “es un producto desinfectante que echamos en el filo del hacha y para las heridas que se puedan hacer en la corteza”.



Junto a los peladores trabajan los “arrecogeores” que, como su propio nombre indica, se afanan en recoger las panas de corcho que han dejado los hachas desperdigadas a los pies delos árboles. En este tajo, según informa el capataz, hay un arrecogeor por cada seis hachas, por lo que debe trabajar con gran rapidez para que no se le amontone el trabajo. Y en verdad parece moverse sin parar, en un trabajo que se muestra fatigoso y que se nos antoja el más sacrificado de la cuadrilla, trasladando el corcho de aquí para allá a la cercanía de los carriles o hasta algún claro al que puedan llegar después sin muchas dificultades los mulos que habrán de cargarlo. A veces se utilizan como lugar de recogida los alfanjes, superficies circulares en medio del bosque que han servido de soleras para montar los hornos de carbón.

Los arrecogeores suelen llevar una soga liada con la que amarran las panas, el “garabato”, y una hombrera, especie de almohadilla que les protege el hombro y con la que alivian algo el peso de las panas de corcho que desplazan, sin descanso, de un lugar a otro.

Junto a ellos trabaja también el “rajador” que con una navaja o cuchillo parte en dos alguna de las planchas para igualarla y darle la dimensión adecuada que facilite su transporte. Aún tenemos que conocer con detalle el trabajo de los arrieros y de los pesadores, los “fieles”, pero hacemos un alto en la jornada para conocer algunos datos de gran interés.

Los cuidados del bosque.

El grupo de visitantes hemos dejado por un momento de observar las tareas de los distintos miembros de la cuadrilla de corcheros para atender las explicaciones de Juan Jiménez, su capataz. Según comenta, la presente campaña será de mejor calidad que la de años anteriores por las lluvias regulares de las que se han beneficiado los árboles. Sin embargo, no se muestra optimista sobre el futuro del alcornocal y de los oficios del monte, que a su juicio se irán perdiendo con los años.



Hay que mimar las arboledas, hay que estar enamorao de esto…”, dice con cierto tono de lamento, al hablar de cómo el monte necesita más atención y más trabajos de mantenimiento de los que habitualmente se realizan. Previamente a las tareas de descorche se deben haber preparado adecuadamente los tramos de saca, con desbroces, limpieza de matorral, retirada de los árboles secos o en mal estado, preparación de los carriles y de las pistas para facilitar el transporte… “Ya no hay apenas carboneros, y eso ayudaba a que todo estuviera en mejores condiciones para cuando llegaba el descorche… Antes se cuidaba más el monte, el forestal marcaba los árboles malos y se iban cortando y así se saneaba el bosque. Es como el que tiene una piara de vacas, que todo el año tiene que estar matando alguna, la que no pare, la que malea… Así acaba teniendo buenas vacas. Lo mismo con los árboles”.

(Continuará...)

Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Para ver más temas relacionados con éste puedes consultar: Parajes Naturales, El medio y sus productos, El Paisaje y su gente.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 25/09/2016

Pozo Amargo.
El tiempo detenido.




Hace ya treinta años, cuando nos perdíamos por esas carreteras del rincón noreste de la sierra gaditana, donde se unen la tierras de nuestra provincia con las de Sevilla y Málaga, paramos en la Aldea de Pozo Amargo, entre Puerto Serrano y Morón, en cuyas cercanías nace el río Guadaíra.


Íbamos a ver las Salinas del Concejo, un curioso paraje cercano también al lugar. Habíamos leído algunas cosas sobre el antiguo y famoso balneario que aquí se levantó, al amparo de sus salutíferas aguas y recordábamos la reseña que de este lugar hacía Madoz en su Diccionario a mediados del XIX. Aquella primera visita nos dejó ya para siempre “enganchados” a la Aldea y a su atmósfera de paz y tranquilidad, propias de otros tiempos.



Desde entonces he llevado a amigos y familiares en diferentes ocasiones, especialmente en verano, para disfrutar del verdor de sus arboledas, del colorido de las flores que primorosamente cuidan los vecinos, de la sombra de las moreras, del frescor de sus aguas sulfurosas que alimentan esa “piscina” a los pies del pozo centenario del que sigue manando un caño de agua, del ambiente tranquilo y sosegado de sus pobladores que charlan plácidamente en la puerta de sus casas, sin prisas, de la visita a su pequeña iglesia que amablemente siempre nos abre una vecina…




De su historia de más de dos siglos ha escrito nuestro amigo Juan Jesús Portillo Ramos, investigador, profesor e historiador que nos deleita con sus textos sobre las tierras de Puerto Serrano, Villamartín y otros rincones de la Sierra y que, en 2019, publicó en la editorial DSS Network, el delicioso libro “Aguas de Pozo Amargo. 200 años al servicio de la salud”, donde relata el proceso de construcción del antiguo balneario, que fue sin duda uno de los más innovadores a nivel nacional en el tránsito del siglo XIX al XX, en aquella época dorada del termalismo.

Y este año, como en los anteriores, hemos vuelto a Pozo Amrgo, donde siempre recordamos aquello que decía el poeta Paul Eluard: “hay otros mundos, pero están en este”.

Hay "otros mundos" y pequeños paraísos donde sentirnos bien, en lugares cercanos que nunca visitamos. Como esta Aldea de Pozo Amargo, que es para mí como un oasis de paz y tranquilidad, cargado de historia, de esos en los que el tiempo se detiene y pasa más despacio. De esos que ya quedan pocos y que sólo recomendamos a la gente que sabe apreciarlos. Como vosotros.




Las Salinas de Fortuna.
Un rincón desconocido de nuestra campiña.




A los maestros Francisco Giles y Santiago Valiente, desde la admiración por su trabajo.

Desde la antigüedad, la sal ha sido considerada como un elemento fundamental en la vida de los hombres y su extracción y disponibilidad ha condicionado, en buena medida, la disposición de asentamientos humanos y la ocupación de muchos de los rincones del territorio provincial. En el caso de la sal marina, está muy documentada y estudiada su utilización desde la antigüedad y especialmente en las factorías de salazones romanas de distintos puntos de la costa gaditana, siendo imprescindible para la elaboración de las conservas de pescado. Para todas las culturas la sal ha sido también indispensable como condimento culinario y como ingrediente en la conservación de muchos alimentos, además de como complemento en la producción ganadera, en ritos y ceremonias. A pesar de la relativa facilidad para la obtención de este producto en la zona por la proximidad de las salinas costeras, para los habitantes de los espacios serranos y campiñeses han sido de vital importancia las salinas de interior, ligadas a la presencia de manantiales salobres, presentes en muchos lugares de nuestro entorno cercano.

En otras ocasiones, en estas páginas de entornoajerez nos hemos ocupado de algunas de estas salinas, como Las Salinillas de Estella del Marqués, próximas al Arroyo Salado de Caulina o Las Salinillas del cortijo de Santo Domingo, junto a la carretera del Calvario.



Hoy vamos a visitar otras menos conocidas pero que han sido, tal vez, las de mayor interés de cuantas llegaron a explotarse en las cercanías de la ciudad: las antiguas Salinas de Fortuna, ubicadas junto al Arroyo Salado, en el paraje de Los Entrechuelos.

Conocidas también como Salinas de Doña Benita o de La Matanza, estuvieron en uso, según testimonios orales, hasta comienzos de la década de los cincuenta. Al tratarse de un enclave situado en fincas privadas, es preciso solicitar permiso para acceder a él y así, llegamos hasta este lugar desde el cortijo de La Matanza, a través de las pistas interiores del parque eólico Doña Benita-Cuéllar, que nos acercan hasta la Casa de la Matanza. Los 22 aerogeneradores del parque nos acompañarán por todos los rincones de estos parajes como auténticos colosos mecánicos, con rotores tripala de 88 m de diámetro. En otras ocasiones hemos accedido a las salinas desde Doña Benita La Alta en cuyas inmediaciones parte un camino que nos conduce también hasta la Casa de la Matanza. Desde aquí puede bajarse por la pista abierta en su día para la explotación de una antigua cantera –hoy sin actividad- hasta el mismo lecho del arroyo Salado.



El Salado: un arroyo singular.

Las antiguas salinas se encuentran, como se ha dicho, junto al Arroyo Salado, un cauce tributario del Guadalete al que se une en los Tajos del Infierno, entre El Cerro del Castillo de



Torrecera y el Peñón de La Batida. Pese a ser un riachuelo modesto y secundario, puede llegar a tener grandes crecidas que en épocas de lluvias intensas han llegado a cortar la carretera que une La Ina con Torrecera.

El Salado se forma por la unión de otros dos arroyos, el de Fuente Rey y el La Matanza, que drenan a su vez las tierras de los cortijos que les dan nombre. El de Fuente Rey se represa en un embalse aguas arriba de su unión con el de La Matanza. Ambos arroyos suman ya sus aguas en el cauce del Salado en los campos de La Matancilla, a los pies del cerro de la Sierrezuela (160 m). Desde este lugar, el arroyo se abre paso entre empinados cerros, por un rincón de la campiña conocido como Los Entrechuelos Altos. En su margen derecha destaca el Cerro de la Harina, un mogote cónico cubierto con una densa vegetación de monte bajo que con 116 m es el de mayor altitud de la zona. A la izquierda escoltan su cauce las Lomas del Cuartel y los cerros de Doña Benita la Alta, desde los que baja un modesto arroyo en cuya confluencia con el Salado se encuentran las salinas. Paralelo a este pequeño curso de agua discurría el antiguo Camino de Jerez a Paterna que, procedente de las cercanías de La Ermita de la Ina, llegaba hasta este lugar pasando por la Laguna del Rey (hoy desecada, en tierras de El Mojo) y por el cortijo de Doña Benita La Alta, para seguir después por Fuente de Rey y Las Piletas hasta Paterna. El trazado de esta vía de comunicación, ya en desuso, puede seguirse en el Plano Parcelario de A. López Cepero de 1904 (1).



Dejando atrás las salinas, el arroyo Salado discurre encajado entre los cerros de los Entrechuelos Bajos, recibiendo por la izquierda las aguas del arroyo de la Mimbre, que corre paralelo a la Cañada de la Cuesta del Infierno y, por la derecha, el de los Fosos, que cruza por las lomas de la finca de Torrecera donde es embalsado.



En su tramo final, el Salado forma una pequeña vega que cruza la carretera de Torrecera, a los pies del Cerro del Castillo, para unirse al Guadalete en los Tajos del Infierno.



Como ocurre en tantos otros rincones de las campiñas gaditanas, donde encontramos otros “arroyos salados”, el carácter salobre de sus aguas se debe a causas geológicas.



Los materiales que forman el sustrato de estos parajes y que están también presentes en los terrenos circundantes de estas pequeñas cuencas endorreicas, está integrado principalmente por yesos y margas de edad triásica, con alto contenido en sales que, al ser disueltas por las aguas superficiales, confieren “carácter salado” a las aguas de este arroyo (2).

Un poco de historia.

Aunque se desconoce su origen, existen motivos para pensar que son conocidas desde la antigüedad, al igual que sucede con otras salinas y salinillas de interior como las de Iptuci, Peña Arpada, Vicos o Gigonza. A falta de un estudio arqueológico que pueda aportar datos más precisos, en sus cercanías se han encontrado en superficie materiales que apuntan ya a la presencia romana en estos parajes: fragmentos de ánforas, tégulas y de otros recipientes cerámicos.

También existen noticias de su posible explotación en los siglos medievales. El profesor Juan Abellán recuerda la existencia en las cercanías de estas salinas de la alquería andalusí de Margalihud (3). De esta alquería ya tenemos constancia por Fray Esteban Rallón (mediados del s. XVII) quien sitúa en sus proximidades los enfrentamientos que los jerezanos tuvieron con los moros, en 1325 en las conocidas batallas de La Matanza y La Matancilla. Sobre ello escribe que “el sitio de La Matanza se llamó primero Margarihud; nombre arábigo, y después que fue de los cristianos se llamaba la aldea de Pedro Gallego” (4). Un siglo más tarde, el historiador Bartolomé Gutiérrez también menciona la menciona “llamábase este sitio que ocupaban los moros en su lengua arábiga Margarihud” (5).

El topónimo de esta alquería o alcaría de Margalihud apunta a que estaba situada "en lo que habría sido una propiedad de la comunidad hebraica xericiense, en los siglos XII-XIII. La voz Margalihud, es un compuesto de dos vocablos árabes: marŷ, "prado", y al-yahūd, "los judíos". El topónimo pues procedería de una hipotética qaryat marŷ al-yahūd, "alquería del prado de los judíos" (6)

El profesor Abellán ha estudiado cómo los deslindes realizados en 1435 en estos parajes permiten reconocer ciertos puntos de la geografía del entorno de esta alquería y así, "el aludido río Salado no es otro que el que recibe, antes de desembocar en el Guadalete, las aguas del arroyo de los Fosos; las mentadas salinas se corresponden con las que en la actualidad conocemos como Salinas de Doña Benita, y la Matanza, la actual cortijada del mismo nombre. En consecuencia, pensamos que el centro de la alquería hispano-musulmana de Margalihud debió situarse entre la Matanza y las Salinas” (7). Actualmente, el caserío de La Matanza está a menos de 1,5 km. del paraje de las Salinas,



siendo el punto que permite un mejor acceso a ellas, por lo que cabe pensar, siguiendo a este autor, que en los siglos medievales la alquería de Margalihud estuviera en un lugar aún más cercano, siendo muy factible el aprovechamiento por sus habitantes de la sal. A este enclave andalusí habría que sumar en las proximidades de las salinas al menos otros dos situados a unos 3 km: la alquería de al–Husayn, en el actual cortijo de Alhocén (8), y el Cerro del Castillo, donde se conservan los restos de la torre almohade de Torrecera.

Tras la conquista cristiana la salinas, pese a la despoblación de muchas alquerías, es probable que también fueran explotadas por la continuidad de la aldea de Margalihud con la denominación de Pedro Gallego. El profesor Emilio Martín apunta en este sentido, que en el Jerez medieval las fuentes documentales revelan la existencia de varias salinas de interior como las denominadas Salinas Mayores (en las proximidades de Torrox), Las Salinillas (en la dehesa de la Fuente del Suero), las de la Dehesa de Gigonza y las situadas en la Dehesa de La Matanza (9) “que se corresponden con la actual Salina de Fortuna” (10) denominadas en otras fuentes como de Doña Benita.

Pocos datos existen de estas salinas en los siglos posteriores. El Catastro de Ensenada (1755) no las menciona aunque se hace en él alusión a la figura del Administrador de Salinas de la ciudad (11). Un siglo después, ni el diccionario Madoz, ni el mapa provincial de Francisco Coello (1848), ni las Minutas Cartográficas o los Planos Catastrales de finales del XIX dan cuenta de ellas. Tampoco el Plano de Lechuga y Florido (1897) recoge referencia alguna a estas salinas aunque si señala las de la carretera del Calvario. Hay que pensar que durante el siglo XVIII y, especialmente el XIX, las salinas de la Bahía de Cádiz estaban ya en plena explotación y la sal pasó a ser un producto relativamente asequible en nuestra zona, por lo que muchas de las salinas de interior quedaron sólo para el pequeño consumo de los habitantes de los cortijos cercanos a ellas. Un dato de interés es el aportado por la Estadística Minera de España de 1896 donde se informa que la producción de sal en la provincia fue de 282.410 toneladas de las que 280.000 correspondieron a las salinas de la Bahía de Cádiz, y el resto a las de Sanlúcar. Con respecto a las de interior, tan sólo las salinas de Hortales constan en esta estadística con una producción simbólica, mencionándose en Jerez una única explotación La Salinilla (en el Cortijo de Santo Domingo, a la que ya hicimos alusión) que produce anualmente 3 toneladas, no haciéndose mención de las Salinas de Fortuna (12).



Habrá que esperar a 1904 para que el Plano Parcelario de López Cepero incluya la primera referencia a estas salinas que situa en el lecho mismo del Arroyo Salado, en un punto a la derecha del Camino de Jerez a Paterna y en los límites de las Dehesas de los Entrechuelos Bajos y Doña Benita la Alta. El Plano recoge también una construcción junto a las Salinas, que fue conocida como la “Casa del Salinero” y de la que todavía quedan los cimientos.

La primera edición del Mapa Topográfico Nacional de 1917 incluye por primera vez el nombre de Salinas de Fortuna, repitiéndose en la de 1918, con los cristalizadores ubicados en el margen derecho del Salado. Una referencia a estas salinas la encontramos también en 1940, cuando aún estaban activas, de la mano del geógrafo Juan Dantín. En su estudio sobre la aridez en España, ofrece casi los últimos datos sobre su funcionamiento. Al referirse a la pequeña Laguna de los Fosos, próxima a la carretera de El Pedroso a Paterna escribe que de ella “efiere el arroyo de los Fosos, no en todo tiempo fluente, pero que cuando corre vierte al arroyo Salado, en cuyo cauce se halla la Salina de Fortuna” (13). En la edición de 1968 de la hoja del MTN de Paterna (1062), aparecen con su antigua denominación de Salinas de Doña Benita, mientras que en la del año 2000 y siguientes se las denomina como Salinar de Fortuna.






El paraje de las salinas hoy.

De acuerdo a lo comentado, y con una larga historia detrás, creemos que el último episodio de la historia de estas salinas arranca a comienzos del siglo XX cuando se reflejan ya en la cartografía y cuando, tal vez se renuevan o construyen las balsas de evaporación o cristalizadores que existieron en la margen derecha el cauce del Salado, como reflejan los mapas.



Estas pequeñas balsas, que bien pudieron tener su origen en la antigüedad o en los siglos medievales, no se aprecian hoy en superficie pudiendo haber sido arrastradas por sus aguas o cubiertas por los sedimentos del arroyo, aunque en distintos lugares se adivinan lo que pudieran ser hiladas de piedras.

Lo que si han llegado hasta nuestros días son los restos de la denominada “Casa del salinero”, que vemos sobre una pequeña elevación en la margen izquierda del arroyo, en el lugar donde se le une un pequeño cauce que baja desde Doña Benita la Alta, paralelo al cual discurría el antiguo camino de Jerez a Paterna. Por testimonios orales de vecinos del Mojo, Baldío Gallardo, Torrecera y el cortijo de La Matanza sabemos que estuvo habitada hasta finales de los 40 o comienzos de los 50 del siglo pasado, fechas en las que aún se recogía sal que se guardaba en grandes tinajones. La sal era demandada por los cortijos cercanos y requerida por los ganaderos y pastores. Algunos arrieros de Paterna la distribuían también en el entorno de esta población.



En las proximidades de la casa, bajo un espolón rocoso, un manantial de aguas sulfurosas aporta un pequeño caudal al arroyo que en verano presenta una modesta corriente que alimenta las pozas que encontramos en su cauce.



En invierno, la lámina de agua del arroyo llega a inundar las riberas, escoltadas de tarajes, que en la zona de las salinas se llegan a ensanchar hasta 30 o 40 m. En verano, debido a la evaporación, todo este paraje presenta en las orillas del Salado un increible aspecto ya que se forma una fina capa de sal en las riberas, formándose un hermoso manto blanco que cubre las arenas, guijarros y rocas del cauce a lo largo de casi 300 m y que nos desvela la singularidad de este desconocido rincón de la campiña de Jerez.



Algo más alejado de la orilla, en la margen izquierda del arroyo, llama la atención del visitante un gran pino piñonero que según testimonios orales fue plantado en 1947, cuando se repoblaron también los cerros próximos a Torrecera. En sus cercanías se aprecián también lo que pudieron ser restos de otra construcción, a los pies del Cerro de la Harina, junto al camino de Paterna.



Salinas de Fortuna o de Doña Benita, un incrible paraje de nuestra campiña cargado de historia.

Para saber más:
(1) López-Cepero, A.: Plano Parcelario del término de Jerez de la Frontera. Dedicado al Excmo. Sr. D. Pedro Guerrero y Castro y al Sr. D. Patricio Garvey y Capdepón. 1904. patrocinadores del proyecto, por D. Adolfo López Cepero.- Año de 1904. Escala 1:25.000
(2) Gutiérrez Mas, J.M. et al.: Introducción a la Geología de la Provincia de Cádiz. Universidad de Cádiz. 1991
(3) Abellán, J.: Aproximación al espacio rural jerezano en la Edad Media: la alquería de Margalihud, Al-Andalus Magreb, 7 (1999) 13-20.
(4) Rallón, E.: Historia de la ciudad de Xerez de la Frontera y de los Reyes que la dominaron desde su primera fundación. Ed. Ángel Marín y Emilio Martín. Cádiz: Universidad-Excmo. Ayuntamiento de Jerez de la Frontera, 1998, II, 31.
(5) Gutiérrez, B.: Historia de la Muy Noble y Leal Ciudad de Xerez de la Frontera, (Jerez, 1886. Edición facsimilar de 1989, t. I, p. 182. También se refiere a este lugar en las pp. 35 y 184, confirmando que existía unos años después de la batalla en 1330.
(6) Abellán, J.: Aproximación al espacio rural… p. 17.
(7) Ibídem, p. 19.
(8) Abellán, J.: Nuevos datos sobre la organización espacial del Jerez islámico: el pozo y la alquería de al-Husayn o Husayn, en Qurtuba. Estudios andalusíes, 5 (2000), 7-15
(9) Martín Gutiérrez, E.: La organización del Paisaje Rural durante la Baja Edad Media. El ejemplo de Jerez de la Frontera. Universidad de Sevilla-Universidad de Cádiz, 2004, p. 92.
(10) Ibídem, p. 195. Otras referencias a estas salinas en las páginas 92 y 179. En esta última, con el nombre de Salinas de Doña Benita
(11) Orellana González, C.:El Catastro de Ensenada en Jerez de la Frontera”, Revista de Historia de Jerez nº 8, 2002, colección de monografías, nº 2. p. 38.
(12) Dirección General de Agricultura, Industria y Comercio.: Estadística Minera de España correspondiente al año de 1896, Madrid, 1897, p.75.
(13) Dantín Cereceda, J.:La aridez y el endorreismo en España. El endorreismo bético” .Estudios Geográficos,año 1, nº 1, Octubre de 1940, pp. 75-117. Las referencias a las Salinas de Fortuna en p. 110


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Otras entradas sobre Paisajes con historia, Las Salinillas de la carretera del Calvario. Un pequeño humedal salobre con curiosas sorpresas., Salinas con historia junto a Estella del Marqués.
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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 2/07/2017

 
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